Beautiful Beings (Guðmundur Arnar Guðmundsson)

En Beautiful Beings, la última película de Guðmundur Arnar Guðmundsson tras Heartstone, corazones de piedra, ocurre un hecho, cuanto menos, interesante. La narración, centrada en la relación de cuatro chavales adolescentes entre sí y su entorno, ofrece dos visiones bien distintas —y sin embargo interrelacionadas— sobre ellos. Por un lado la más visible, una muestra del origen del turista arquetípico de Magaluf o de los ‹hooligans› del fútbol de Champions y Mundiales. En su versión juvenil y previa a todo eso, eso sí, pero con un camino ya marcado y no solo muy ligado a la agresividad frente a la frustración y al exceso de la violencia para aligerar toda energía acumulada, sino a todo ello como forma de entretenimiento. Por otro lado, el mundo interior de todos ellos —sobre todo de tres— reflejado, como es de esperar en esas edades y en esos cabestros, más bien a través de los silencios que de las palabras, aunque en parte la gracia de la historia que nos cuenta Guðmundsson tiene que ver con su evolución hacia ese camino de redención (o no) para intentar llegar a ser seres humanos funcionales a pesar de todas las vivencias terribles que puedan acarrear a sus espaldas.

Este punto de partida tiene varios problemas que van más allá de lo fácil que se ve la película. Todo empieza cuando conocemos a Balli, un chico constantemente maltratado en el colegio por sus compañeros. Un suceso relacionado con esa relación escolar lo llevará a conocer a Addi y su grupo de colegas, con los que empezará a pasar más ratos de ocio cada vez, entendiendo ocio como darle fuerte al tabaco y a experimentar con otras formas de alucinar o de narcotizarse sin gastar mucho dinero. Porque eso es lo que pasa cuando apenas hay cines en una ciudad u otras formas de ocio, que solo te queda eso o pegarte, al parecer. Con estos mimbres, el director y guionista islandés crea una historia, en principio tópica, sobre el oprimido que se hace amigo de personas de perfil similar a aquellas que lo oprimieron. Lo que tienen en común, en cualquier caso, es el hecho de que todos son, en mayor o menor grado, víctimas de sus padres. Y, a pesar de lo perturbador que llega a ser la forma de mostrarlo, utiliza el peso emocional (a menudo reprimido, pero otras veces al contrario) para confiar en que existen las buenas intenciones incluso entre personas con un carácter desigual o a medio hacer.

Esos problemas derivados del punto de partida y de situaciones que se abren y no se cierran o que se abren principalmente para cerrar, llegan a otro nivel cuando el misticismo o lo sobrenatural toma cierto protagonismo para transformar definitivamente a determinados personajes y sus formas de expresar afectos. Y nada de esto queda mal, porque todo es usado para retratar la delicadeza de los pequeños momentos de cariño que de vez en cuando existen en amistades gallardas y tan masculinas como la que se nos presenta, y donde los personajes principales se han desarrollado entre experiencias traumáticas, lejos de tener relaciones familiares plenas y saludables, todos rodeados de familias rotas.

Por eso, aunque haga un poco de chanza sobre el carácter insoportable de todos los personajes, de lo sobrenatural, del surgimiento de una amistad intimidante o del completo desapego sociológico, lo más cierto de Beautiful Beings es lo solos y perdidos que están los niños que ya no son niños ni tampoco adultos, y cuyas vidas están aún por hacer, pero de cuyas acciones y decisiones actuales puede depender gran parte de su porvenir.

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