Amantes criminales (François Ozon)

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Nuestra mente se encarga de asociar sucesos, pequeños eventos sin importancia, con cada recuerdo almacenado. Cine Maldito ya se ha convertido en uno de esos recuerdos imperecederos, hay un dónde, un cómo y muchos porqués en su existencia, dando forma a dos años de amor bruto y recurrente. Esto me remite a una de mis películas del club «favoritas sin fecha de caducidad», plagada sin motivo alguno de películas francesas (sin desmerecer al resto de las presentes que provienen de donde a los directores les plazca), que me transportan a lugares comunes que, sin salir de mi cabeza, deseo visitar una y otra vez.

La introducción no es más que una excusa para hablar de otros inicios, aquellos en los que no sabes que existe cine poco conocido por alguna mayoría, pero te adentras en esos mundos para no salir más. Ese despertar en el cine es tan propio, salvaje e impredecible como la película que François Ozon realizó a finales de los noventa, una basta aventura de emociones y cuentos moralísticos denominada Amantes criminales.

Ozon juega con sus temas favoritos, el sexo, las emociones y la rotura de la pureza absoluta. Su título, Amantes criminales, da pie a la simpleza de su base, dos jóvenes convertidos a criminales por su ebullición hormonal. Algo tan sencillo que esconde multitud de lecturas que descubrir cada vez que, pasados unos años, vuelvo a ella.

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Un despertar sexual. La juventud desbordada por las hormonas. La humillación. La prueba de amor definitiva, una totalmente obscena. El cuento de hadas se rompe en mil pedazos para dar paso a la realidad. La pequeña Alice quiere probar los límites humanos para sentir la adrenalina, y para ello no duda en utilizar a los hombres que tiene a su alrededor a su antojo. Como una niña caprichosa, una que crece entre las paredes de un instituto francés, alimenta sus propia ambición: la carne que expone Saïd es lo suficientemente atractiva como para querer rasgarla. Su inocente novio Luc está dispuesto a creer ciegamente en lo que ella diga y someterse a su voluntad. Es un deber, es tal vez un modo de encontrar su lugar. Juntos descubren lo que es insertar en piel ajena el cuchillo, matar por amor, arrebatar un último aliento por placer. El espejo nos refleja sus verdaderos sentimientos. Ella siente la reafirmación, él observa sus propios miedos.

Alice y Luc, los perfectos criminales, Bonny & Clyde se sentirían orgullosos, dos niños que desconocen los límites de sus deseos. Un paseo por la sección de juguetes en el centro comercial, ella con una pala para enterrar el cadáver apoyada en su hombro, él comiéndose el chocolate que acaba de robar: toda una declaración de intenciones.

La civilización tiene un límite cerca del bosque, un pequeño conejo muere atropellado y nos anuncia el cambio, una nueva espiral de sentimientos que descubrir, las trompetas de su propio apocalipsis personal. Aparece ese detalle que nos posiciona junto al señor del bosque dispuesto a vigilar, nos aparta las ramas para que disfrutemos de unas mejores vistas y acudimos al espectáculo. Saïd desaparece bajo tierra y ellos ya se sienten libres de toda culpa.

Bonny y Clyde se convierten en esos niños curiosos y hambrientos que, desaparecidas las migas para volver a casa, buscan una casa de chocolate donde cobijarse. Sí, Hansel y Gretel abandonan la fraternidad y erotizan sus intenciones. Despreocupados entran en la casa del hombre del bosque, una bruja que cambia las tornas de la historia, no hay engaños para someterlos, simplemente una escopeta para quedar a su merced y un Saïd que contemplar. Encerrados, vuelven a ser infantes sin ninguna protección.

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La película juega con estos detalles para no alejar la realidad infantil de sus tranquilos rostros cuando duermen o se sienten perdidos, y lo que desean, el sucio juego que reafirme su maldad impostada. El hombre del bosque es la viva imagen de la depravación, una total inmersión en los rincones más oscuros de la mente de ambos jóvenes, una burbuja que destruye sus logros y les pone en su lugar. Un libro rojo nos vuelve a unir a ese hombre, que mientras lee lo que ella cuenta en su diario, nos desvela mediante flashbacks todo lo que ocurrió hasta la tan ensañada muerte, en una especie de vals que justifica un antes y un después.

La verdadera esencia de ambos jóvenes es cautivadora, la intensidad de sus pequeños placeres desborda la historia. Ella encuentra en la muerte un nivel de excitación elocuente, él nos muestra con recelo sus verdaderas fuentes de deseo, inexperto y cabreado, bajo su dulce apariencia, dibuja una latente homosexualidad que se va fortaleciendo ante la presencia del hombre del bosque.

Amantes criminales es una película sucia, basta, embadurna cada clásica imagen que toca para demostrar la oscura aventura que ambos viven. De una ideada victoria sobre un plan bien ejecutado al más puro instinto animal, que doblega su inexperiencia ante la vida. Los vemos como esos pequeños conejos que no dejan de caer en trampas en la segunda mitad de la película, desvalidos, a la merced de cazadores, un objetivo.

Porque… ¿cómo obviar el simbolismo de tan rudo hombre? Es la corrupción humana, el mal con un físico contundente, la degeneración de todo lo que ellos sienten. La realidad que se esconde tras sus actos. Al final ellos se comen la culpa, no la casa. No hay ruptura, la evolución resulta explosiva y el desenlace, tan esclarecedor como abrupto. Una delicia sin perfección alguna. Y sí, el zorro fue testigo del éxtasis mucho antes de que Lars dilapidara la humanidad con Anticristo.

Él nos observa, aturdido, nos mira fijamente, comparte su culpa descorazonadora. Aquí llega el fin del mundo, hasta el edén tiene fecha de caducidad, sólo por una manzana mordida.

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