François Ozon… a examen

Cuatro son los actos que necesita Isabelle para florecer en su despertar sexual y madurar su nueva condición en Joven y bonita. Sin importar si es una mujer o un hombre quien necesita conocer el mundo y entregarse a él, François Ozon siempre se delata como un intimista sin vergüenza expuesta que reconoce el dominio y la entrega. El amor es sólo uno de los complejos caminos, La sexualidad, una de las salidas.

Hay que mirar atrás para encontrar los cuatro actos como una parada que ahora se puede tildar de necesidad en su filmografía (aunque la raíz sea puramente casual). Fue en Gotas de agua sobre piedras calientes cuando revolucionó su propia mirada en manos de un texto ajeno. Sin prejuicios, tomó la primera obra de teatro que escribió Rainer Werner Fassbinder cuando apenas dejaba de ser un simple adolescente, una pieza que nunca vio la luz bajo su batuta, y creó una jaula donde encerrar todo el ardor de una historia sobre roces personales, mundanos y nunca obsoletos.

Franz, el joven imberbe de rizos como fuego y sonrisa inocente se cruza con Leopold, el maduro agente de seguros que nunca pierde su firmeza y malicia. Ambos consiguen lo que quieren y comienzan este juego de irrefrenable pasión que se domestica a conveniencia, para discernir en cuatro pasos cuánto puede dilatarse una relación.

Un sofá, un tocadiscos, una gabardina, una cama, un espejo y una ventana; objetos indispensables para narrar una historia que respira la teatralidad para la que fue conferida, y que Ozon utiliza con forzada naturaleza para encerrar en las pequeñas estancias de un apartamento toda la acción a la que se someten estos dos hombres que muestran con rapidez el deterioro del producto y del mentor, cuando el engaño no pasa de ahí. Estos elementos quedan a expensas de los amantes y las situaciones con las que juegan. Así se sucede la perseverancia en el cierre: se cortan temas de modo brusco, la cámara acompaña cerrando planos para mostrar la individualidad de cada personaje, se les encierra en una casa que personaliza los estados de ánimo con los tonos de sus múltiples paredes decoradas al estilo que en los 70 se dictara para Alemania. Y tanto cierre sirve para mostrar ciclos que repiten una y otra vez errores como si fuese una necesidad.

Franz y Leopold se seducen mutuamente, uno guía y otro descubre. Pasan a la vida de pareja, desgastada, sin premio por larga duración, donde uno se somete y el otro se cansa de rutinas. Los roles dan pie al aprendizaje y un nuevo personaje, la joven y enamorada Anna, permite que Franz haga de señor caprichoso y déspota, aunque una copia nunca supera la originalidad inicial. Es Leopold el verdadero verdugo, sólo hay que contemplar a Vera para comprenderlo, todos son conejillos de un mismo experimento: el de la vida y la entrega incondicional al primero que pasaba por allí.

Ozon es un intimista de primera, sabe exprimir imágenes y situar los gestos para convertir el drama o la exaltación en una traslación de sensaciones hacia la pantalla. Pese a la teatralidad ya mencionada que aprovecha el film en las extremistas actuaciones de cada uno de los presentes (más divinizadas en su avance), la cámara no se queda quieta y acompaña el discurso a complacencia generando bellas instantáneas que seducen esa intimidad expuesta.

La crueldad está patente en cada momento, así como la necesidad de complacerla, del juego de seducción se pasa a la opresión en el pecho final, sin dejar de lado un ácido humor que les convierte en marionetas antojadas de más azotes convirtiendo en parodia el deseo más carnal y despojando de todo honor a unos individuos que se convierten en hueso y piel que camuflan (o no) el sentir más humano.

No sólo cuatro estaciones van a unir Joven y bonita con Gotas de agua sobre piedras calientes. Ahí está la música, un componente primordial en esta última que genera lo que sería la banda sonora que una persona se monta para sí misma, y que tan bien retrata infinidad de matices, desde el «Dies Irae» de Verdi hasta una de las favoritas de Ozon, François Hardy (muy presente en su último film), que se presta a germanizar su voz en la envolvente «Träume». Expresan la euforia, la melancolía o la sátira que necesita cada escena, como el «godardiano» baile coreografiado que se marcan en plena situación límite.

La ropa conecta con los espacios y las situaciones, el color es el aliado silencioso del que despojarse. Poco a poco, como un premio, se centran nalgas en la pantalla al tiempo que los desnudos crecen siendo una entrega más al efímero frenesí del que todos gozan en algún momento, como descuidados actos de insubordinación a la razón, algo que parece convertirse en una carencia de la obra tal y como se va entregando al más puro disfrute. Aún así, la reflexión está presente porque… ¿no sería distinto el final con una ventana abierta? Ozon se lo preguntó a sí mismo y decidió regalarnos el triste adiós a una cándida mirada de pura pasión.

Al terminar la película algo inspirador y profético sucede, imaginas cual es el resultado de esas gotas que caen, pequeñas, privadas, con sumo cuidado, sobre redondeadas y ardientes piedras. En un intento por fusionarse ambas, la gota no resiste el contacto de tan esperado encuentro, por resultar la piedra tan hiriente, determinante y fogosa. Así que como única vía de escape queda evaporarse, huir en otro estado, no sin antes gritar tan dolorosa y desesperada marcha, ese sonido chirriante que deja constancia del intento y el fracaso de una mutua unión. Se repite una y otra vez, cada gota vertida es una batalla fugaz, donde ambos sufren las consecuencias, siendo la piedra siempre recia, siendo la gota un vaporoso espejismo de sí misma.

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