Agustí Villaronga… a examen (II)

Cuando recogió su premio a Mejor dirección por Pa negre en la ceremonia de los Goya del año 2011, el realizador mallorquín agradeció ese galardón a todos los trabajadores que habían hecho las películas con él, siendo imposible destacar o nombrar a cada uno de los jefes de equipos técnicos o artísticos, evidentemente. Pero viendo la impronta visual que caracteriza la filmografía de Agustí Villaronga, se debe mencionar a su mano derecha desde los cortometrajes tempranos, pasando por Tras el cristal, su primer largometraje y hasta llegar a El mar. El director de fotografía Jaume Peracaula. Por supuesto no se cuestiona la profesionalidad e interés del cineasta como autor de sus películas, siempre guionista y director, pero gran parte de la fuerza evocadora, fantástica o hipnótica de las obras de Villaronga necesitan un director de fotografía que además resulta ser el operador de cámara, como es el ya citado Peracaula, trabajando en complicidad directa con el realizador para conseguir atmósfera, misterio y sugestión visual.

El niño de la luna que titula la segunda cinta del autor es David, un niño de doce años con poderes latentes. Es trasladado de un orfanato a un lugar parecido a un hospital, en el que se estudian casos de personas con capacidades especiales. Allí están convencidos de la posibilidad de convocar al nacimiento de un ser superior que sea el hijo de la Luna. Sin embargo, nadie conoce la verdad salvo el propio David.

En el año 1989 Agustí Villaronga era uno de los cineastas españoles más desconocidos en el panorama cinematográfico. Más de treinta años después, aunque tenga un reconocimiento en cuestión de premios más abundante, puede decirse que sigue siendo el mismo desconocido entre un público mayoritario, a pesar de que esta sea la condición de gran parte de los directores de cine. Afortunadamente, sí contaba con un atractivo para la cultura europea, concretamente para los espectadores franceses, que incluso le propició la selección de El niño de la luna a competición en el Festival de Cannes de 1989, año en que también se estrena tras su paso por el certamen.

Pesadillas y sueños grabados en forma de videoarte dan comienzo al largo, una textura visual que se asocia más a escenas de filmes rodados por Bigas Luna, pero que aquí marcan el tono fantástico y onírico de la propuesta. Ese peaje pagado a una época de finales de los ochenta, cuando se fundían clips musicales, publicidad y vanguardia para renovar la narración audiovisual, a pesar de del abuso de ralentizados, composiciones estéticas y demás defectos que han envejecido esa corriente, pero que por contención y separación del resto del metraje no desentonan al inicio, además de dar pautas a la magia que se destila en todas sus secuencias.

Mientras que la ópera prima, Tras el cristal, se revestía con ecos de cuento clásico, más escorado al terror, la oscuridad y el mal absoluto, en esta fábula los arquetipos como las hadas buenas, el príncipe, la princesa, los ogros y los aliados son personas humanas que acompañan a un protagonista que parece indefenso en el arranque y logra crecer fortalecido, además de guiarnos por un viaje físico, psicológico y apegado a las fases lunares. De una luna llena pasada a otra futura. Con la debilidad o el poder otorgados por ese satélite menguante o creciente.

Agustí Villaronga ejerce de director total acompañado por un batallón entregado en la fotografía, los efectos sonoros y los temas del grupo ‹new age› australiano Dead can dance. La genialidad se encuentra en la dirección artística, vestuario y ambientación, para situarnos a los espectadores en un pretérito que puede ser español o universal, a pesar de la meiga bondadosa —grandísima Mary Carrillo, de voz embriagadora—. O la bruja militar encarnada por Lucía Bosé. Más el hada ambivalente de Maribel Martín. Mientras los hombres de negro persiguen a los elegidos.

La película salta del fantástico más evocador al género de aventuras clásico con una maestría tan impropia como perfecta. El caso es que su autor no parecía español ni europeo, tampoco de este mundo en un horizonte tan limitado en temática, producción y manejo de lo audiovisual a finales de la década de los ochenta. Sea en España, fuera en Europa  o el extranjero.

Un cineasta que por sus autoexigencias formales no ha sido capaz de mantener una filmografía regular hasta las décadas presentes. Porque su concepción de la puesta en escena, con los movimientos justificados de cámara tanto por los actores, como por orientar nuestras miradas a los espectadores. Las transiciones sintácticas del fundido a negro, el encadenado, esos puntos y aparte o seguidos que tan bien vehiculan la narración.

Destaca el uso de colores fríos, azulados, metálicos de la Luna que son protectores en los exteriores, amenazadores en los decorados de interior. Los ojos que proporcionan tanta expresividad como las acciones y diálogos de los personajes. Y ese miedo soterrado al origen del mal, de resonancias nazis, en un entorno como nos gustaría haber recordado a una Segunda República sin enemigos exteriores ni internos, mostrados en una institución parecida a las Escuelas Populares o la de Libre enseñanza, pero desorientada por la búsqueda del poder y la victoria sobre los débiles.

El niño de la luna es el reflejo doloroso de un cine ya no solo español, sino europeo o universal que se atisba en producciones únicas como ésta, libre desde la fantasía hasta la aventura. Con el horizonte mítico de África, el origen y la vida, algo que también conecta con otro mallorquín universal, Miquel Barceló. Una obra que demuestra la validez de la imagen como mito, la luna como creadora. Una joya oculta que pide a gritos dejar de ser maldita.

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