Acerca de Werner Schroeter: el mundo, un escenario.

Poco se ha hablado en manuales de la figura de este cineasta alemán, cuya trayectoria quedó socavada por el reconocimiento internacional que les fue otorgado a los ínclitos Rainer Werner Fassbinder, Wim Wenders o Werner Herzog. Grandes exponentes de su época, por supuesto, pero los films de Werner Schroeter merecen una reivindicación parigual. El autor nació en Georgenthal, en el estado de Turingia, en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial. Estudió psicología y ulteriormente cine, y terminó obsesionándose con la ópera, en especial con la figura de Maria Callas. No tardaría en empezar a trabajar con la actriz Magdalena Montezuma, protagonista de su película La muerte de María Malibrán. Ejerció también de director teatral, de actor y de director de ópera, inclinaciones que tendrían una resonancia significativa en las imágenes que crearía.

Cualquiera que quiera husmear en su filmografía puede empezar por la radical Eika Katappa, que se entendería como una carta de amor a Callas. Tras experimentar con el cortometraje, en 1969 Schroeter se lanzó a jugar con la imagen y la música, planteando una relación estética entre ambas basada en la incoherencia y la disociación, como podrían estar haciendo la pareja Straub y Huillet en Crónica de Anna Magdalena Bach, articulando un discurso de cariz más intelectual, Pere Portabella en Puente de Varsovia, que mostró cierta tendencia hacia la alegoría, o Marguerite Duras en India Song, film de marcado carácter literario. Schroeter establece una simbiosis casi abstracta entre la puesta en escena y el sonido, vehiculándolos a través de un sano deseo rompedor que marca una suerte de esquemas muy personales. En los primeros minutos es difícil que no epate el primer plano de un rostro ensangrentado, lo que sienta las bases de lo que será su relato, que incluye la danza y cualquier representación visual que demande un cuerpo, una voz y un ‹gestus›. Para el autor, el mundo es un escenario y el arte un viaje alucinógeno. A través del montaje consigue que esta joya del cine moderno se constituya a modo de collage, lo que nos permite acceder a infinidad de diálogos; entre quietud y movimiento, sonido y silencio, artificio y realidad. Tampoco estamos lejos de lo que se propuso Ingmar Bergman con La flauta mágica, que fue llevar la celebérrima ópera de Mozart a la pequeña pantalla.

Después de alguna incursión modesta en televisión, Schroeter filmará la bellísima La muerte de María Malibrán en 1972, película que, con un argumento más palpable, parece otorgar continuidad al discurso de Eika Katappa. Teniendo como telón de fondo la tragedia de la ‹prima donna› española y su infortunada defunción, el cineasta construye un clima más asfixiante, sin abandonar el trance operístico pero focalizándose en el ‹pathos› de los rostros. Logra edificar una temporalidad interna inusual, fuera de su período. Es tentador enlazarla con el cine silente y con la pintura, en especial con movimientos como el expresionismo o el impresionismo, en lo que respecta a la luz y al paisaje. Schroeter imprime una cierta sensación de amargura, que puede ser espejo del sentimiento colectivo de la Alemania del momento, pero a la vez celebra la captura de la fugacidad del tiempo intrínseca del arte. Hay lamentación pero también celebración, paradoja proporcionada por la mezcolanza de elementos que Schroeter incorpora. Logra una mayor cohesión que en su anterior largometraje gracias a su gran respeto por la fisicidad actoral, que es la materia prima de su lenguaje, igual que la voz que rebota sobre el fondo de sus representaciones. Schroeter confía en el cuerpo que se retuerce, en el cuerpo sufriente y sintiente como emisor de las vibraciones que se transmiten por la pantalla, mientras que el acompañamiento musical, no únicamente basado en óperas, penetra en el cuadro y moldea sus emociones. No sólo eso, sino que también permite vincular su contemporaneidad con otras épocas. Hay también fragmentos en blanco y negro que engarzan con formas de hacer como la de Marcel Carné, que en su obra magna Los niños del paraíso trabajó sobre los nexos que unen al teatro y al cine, también dirigiendo su atención hacia el rostro de la modelo Arletty.

En Willow Springs, estrenada al año siguiente, el cineasta nos traslada a un caserón destartalado en las afueras de la ciudad, donde conviven tres mujeres. Las relaciones entre ellas, oblicuas y abstrusas, pueden remitir a los dramas “bergmanianos” o a films como Tres mujeres, de Robert Altman, sobre todo en relación al aliciente del misterio que rodea a un grupo íntegramente femenino. Hay una esencia de Yo, tú, él, ella, de Chantal Akerman, en la progresión narrativa, sobre todo en lo relativo a la austeridad formal que permite desenredar la historia, que arranca con una contundente escena de maltrato filmada desde un respeto aportado por la distancia, el montaje y el reencuadre. Tanto en la película de Akerman como en esta predomina una noción de enclaustramiento, pues en esos tiempos la homosexualidad, tema común a ambas piezas, implicaba ocupar una posición marginal y excluirse de la mayoría social. En ambos films se también se plasma una relación sexual casi explícita rodada desde una distancia media, en una habitación. Los primeros minutos del film destacan por la utilización del fuera de campo, vertebrado en la dicotomía interior y exterior que delimita la fachada del lugar. Cuando las mujeres salen de él la cámara filma desde lejos, como si fuera un curioso o un paparazzi. No obstante, transcurridos diez minutos la distancia se quiebra y somos introducidos de lleno en una estancia, donde vemos a dos de los personajes, una pared agrietada, una cama polvorienta, un cuadro y un vinilo. A partir de ahí se hace la magia, y el montaje nos transporta a una imagen que parece desacralizar el imaginario hamletiano.

Toda Willow Springs es un camino hacia ninguna parte, una tensión psíquica entre cuerpos que desmitifica y desmiembra la institución religiosa como órgano regulador de la sociedad —se ve clarísimo en un plano oscuro, lleno de velas—, la propiedad como garantía de privacidad y seguridad y la familia como pilar fundamental de la emancipación individual. Willow Springs es un clamor enfurecido dirigido hacia una sociedad que había salido de la sombra hacía unas décadas y todavía arrastraba muchas dificultades para subsistir y vivir en comunión.

La colaboración de Schroeter con Isabelle Huppert en Manila, ya en 1991, también dio sus frutos. El cineasta había alcanzado la madurez creativa y no abandonó la posibilidad de, aún encadenándose a un relato más convencional, seguir elaborando una narración visual y sonora que atesorara valor por sí misma. Esta sería su versión de El escritor, de Roman Polanski, en tanto que arrastra una trayectoria ilustre tras de sí y le concierne prolongar algunos de sus esquemas que la hicieron singular. El modo de ubicar a los intérpretes en el encuadre remite claramente a los largometrajes anteriormente citados, análogamente al empleo de los acordes musicales, que secundan a los cuerpos durante bastantes segundos. Todavía se percibe una conciencia de representación, posibilitada por el posicionamiento de la cámara, a veces distante, inferior o superior a los personajes, como si el espectador estuviese contemplando el espectáculo desde el palco o la platea de una ópera. Huppert se entrega en cuerpo y alma en todas las escenas, tanto en las que obedecen a unas directrices más canónicas como en las que están bañadas de potencial alegórico y surreal. Con la presencia del fuego en los últimos compases Schroeter clama seguir estando en posesión de su propio lenguaje, como harían los Coen ese mismo año dentro del hotel de Barton Fink, film que recorre las derivas de un guionista en clave de comedia negra. La dionisíaca y torrencial Manila se desenvuelve como un romance espinoso, pero como en el mejor cine fantástico y de terror, Schroeter pone en escena el vicio, la imaginación y la obsesión, dejándonos imágenes tan memorables como la del baile y el canto, que parece remitir al cine fantasmático de la Rive Gauche, o la de los cuerpos desnudos, que además de exudar una belleza clásica y un erotismo desenfrenado, comparte similitudes con la secta de Eyes Wide Shut, de Stanley Kubrick.

En 2016 Werner Schroeter fue galardonado póstumamente con el premio Traetta con motivo de su revalorización de las raíces europeas de la música clásica y por su empeño en exprimir el lenguaje del cine hacia unos extremos insólitos. En definitiva, hemos descrito a un autor pluridisciplinar a través del cual es muy sencillo establecer una línea cronológica de lo que fueron las distintas fases del cine en el siglo XX. En todo momento se muestra capaz de incorporar modelos de puesta en escena no únicamente relativos a distintos movimientos cinematográficos, sino también pictóricos y teatrales. Porque la historia del cine es una historia de influencias y también de confluencias. Por ende, Werner Schroeter, que falleció hace doce años, precisa de una relectura urgente en las filmotecas.

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