Paths of Hate (Damian Nenow)

 

No hay nada especialmente novedoso en el discurso de Paths of Hate (2010): su exiguo cuerpo dramático (la persecución sin cuartel de dos aviones de combate en medio de una guerra indeterminada) sirve para trazar otra reflexión sobre lo absurdo de la violencia y la facultad deshumanizadora del odio, que su director, el polaco Damian Nenow, escenifica de forma literal amparándose en el genero fantástico. De repente los soldados dejan de ser soldados y se transfiguran en cuerpos demoniacos animados por su odio al otro, llevando el relato a territorios puramente metafóricos donde el rojo sangre del cielo y de la ira resulta más expresivo que todas las pancartas del mundo. Esto, que podría interpretarse como una redundancia, contribuye a cargar de intensidad narrativa un cortometraje más preocupado por la transmisión del mensaje que por el mensaje en sí.

Lo valioso de Paths of Hate, pues, reside en su asombrosa animación. Exprimiendo al máximo las posibilidades del CGI, Nenow logra extraer un dinamismo hipnótico de todas las figuras que aparecen en pantalla, haciendo que líneas y colores dancen armónicamente y cargando de elocuencia expresiva elementos mínimos o insignificantes (una foto, un crucifijo, una gota de sangre), llevando a cabo un proceso de depuración estilística que acaba cristalizando en una suerte de elaborado y sofisticadísimo minimalismo, cercano en su obsesión por el detalle a la estética del anime, pero manteniendo de fondo un toque abstracto y límpido que le aporta personalidad. Más allá de sus enérgicos y estilizados acercamientos a la violencia, la cinta destaca por la elegancia casi placentera con la que dicha violencia se plasma en la pantalla, cuajando momentos de gran belleza digitalizada que nunca se siente excesivamente artificial (esto no es un videojuego, para entendernos).

En su superficie aceitada y en su habilidad para planificar escenas de acción francamente complejas, reside la fuerza galvánica de un cortometraje (premiado en festivales tan prestigiosos como el de Annecy) que atrapa por la cualidad fascinadora de sus formas, mientras deja que en su fondo palpite un grito de rabia contra la condición autodestructiva del hombre que, no por conocida, resulta menos poderosa. Si disculpamos su escasa originalidad y su pequeñez conceptual, podremos extraer placeres intensos (básicamente estéticos) de este contundente ejercicio de animación ‹arty› para tiempos nihilistas y oscuros como los nuestros. Porque su conclusión no puede ser más descorazonadora: lo único que nos mueve es el odio, y en él nos acabamos consumiendo, en él desaparecemos.

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