El blues de Beale Street (Barry Jenkins)

Es difícil pensar en Barry Jenkins y no recordar la esperpéntica gala en la que, todavía con parte del equipo de La La Land sobre el escenario, se anunció a Moonlight como ganadora del premio a Mejor Película de 2016. Un galardón que no solo servía como respuesta a la agitación por el regreso de Trump a la palestra política, sino también como gesto por parte de una industria cada vez más señalada; pasaron del #OscarsSoWhite al #MeToo en apenas dos años. Polémicas aparte, ese premio, suponía un gesto político; en tiempos convulsos, hay que decidir si el cine debe ser un reflejo de la realidad o una vía de escape. Dos años después, vuelve a las carteleras con El blues de Beale Street. El director de Medicine for Melancholy adapta la novela homónima de James Baldwin, más reivindicado que nunca en la era post-Obama —I Am Not Your Negro (Peck, 2017) es también una adaptación, más o menos libre, de un ensayo inacabado del autor—.

La película se abre con una cita. Unas letras amarillas surgen del sobre fondo negro: «Every black person born in America was born in Beale Street». Apenas un par de líneas le sirven para declarar las intenciones de la película —aunque podría extenderse a toda la obra de Jenkins: valerse de la ficción y sus mecanismos siempre desde un firme compromiso con la realidad—.

Así empieza El blues de Beale Street, seguido de un paseo por el parque en el que Tish y Fonny caminan cogidos de la mano mientras sonríen en silencio. La cámara se mueve, encuadrándolos primero desde arriba, siguiendo su descenso por unas escaleras, acercándose cada vez más, hasta llegar a un primer plano de ambos, fundiéndose en un beso. Así expresa Jenkins, en un frágil equilibrio entre la ausencia y la evidencia de la huella fílmica, cómo a través de lo íntimo tratará de radiografiar la realidad de una época.

Tras esa suerte de prólogo, será Tish, con su aparente ingenuidad, quien nos explique el injusto encarcelamiento de Fonny, su embarazo y cómo se conocieron, recorriendo su infancia, su efímera adolescencia y su reciente madurez. Así, pasado y presente se engarzan en un flujo de imágenes mentales. Su memoria, que recorre toda su vida junto a Fonny, se funde con la memoria colectiva de un pueblo —las impactantes fotografías de archivo en blanco y negro y la música de Davis, Coltrane o Al Green— que todavía tiene mucho que perdonar.

Si Moonlight se articulaba a través de la formación de un yo individual, a partir de tres elipsis abismales, y desde una pretendida invisibilidad del dispositivo formal; en El blues de Beale Street surge de una forma más directa. Jenkins refuerza la primera persona desde la que narra la historia y utiliza, por un lado, la frontalidad característica de Jonathan Demme en las conversaciones en primer plano y, por otro, aprovecha la presentación de los antagonistas de la función —mirando directamente a cámara—, el policía y la mujer que acusa a Fonny, para revelar su propósito de romper la cuarta pared para llevar esa subjetivación hasta sus últimas consecuencias. Mención aparte para la capacidad de, incluso en situaciones que coquetean peligrosamente con lo histriónico, logre armonizar las interpretaciones de un reparto en evidente estado de gracia.

Resulta especialmente simbólico que ambas cronologías, recuerdos y realidad, coincidan y se anulen en el nacimiento de su hijo. El nacimiento de una nueva conciencia, a partir de la cual se abre la posibilidad de reconstruir una identidad sirve como punto de inflexión de una película tristemente actual, incisiva y de una delicadeza formal que demuestra el talento de Barry Jenkins como un cineasta superdotado.

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