Los campos desiertos y secos de la Meseta —que rodean a los pueblos olvidados en la provincia de Salamanca— se inundan de una música creada a partir de la pureza de la escasa actividad humana que todavía pervive en la zona. Zaniki sigue entre la ambigüedad de la autoficción y la aproximación formal documental a Eusebio, un viejo chamán que encara ya los últimos años de su vida. Decidido a que sus conocimientos sobre la tradición recopilados durante décadas no mueran irremediablemente, se lleva a su nieto al bosque en un viaje de carácter iniciático, casi sobrenatural. Pero hasta llegar aquí, el director Gabriel Velázquez se acerca a una labor de registro, de testigo, en sus clases magistrales a los niños, creando música con cubiertos, herramientas e instrumentos que tiene a mano. Todo de uso cotidiano. Así se sumerge en un aparente enigma de la historia que se esfuerza por desvelar y mantener vivo Eusebio. La tradición y la resistencia a la desaparición de las formas de vida y culturas rurales son el eje absoluto del relato. Una obsesión que parece estar muy presente en algunos títulos recientes de la cinematografía española como Trinta lumes (Diana Toucedo, 2018) o Con el viento (Meritxell Colell, 2018).
Una precisa fotografía describe la belleza ocre de los paisajes, los sembrados y hasta los interiores de los hogares. La introducción de la cámara explota la posición de un sol creador de vida que parece devolver la mirada en cada composición en la que aparece bañando de luz las tierras en la época final del año. De nuevo la idea del final muy cercana en todo momento incluso con la relación con la naturaleza, su trabajo y ciclos. La presencia de la niebla les otorga además un carácter fantasmagórico a las calles y caminos a través de sus panorámicas. El montaje ayuda a transmitir cierta idea de lo efímero que Zaniki potencia con los ritmos, bailes y cantos a través de los que se empeña su protagonista, combinando con planos de otros lugares cuyo sonido y pasado intuimos de esta manera. Escenas musicales que se escapan al fuera de campo, mientras parece dejar pasar en plano los verdaderos espíritus de los muertos que ocupan el cementerio de la región. Transformar su entorno en arte es una extensión última del compromiso de Eusebio por explicarle a las nuevas generaciones algo que está completamente desconectado de su realidad actual y futura.
¿Qué somos si perdemos completamente nuestro vínculo con la tradición cultural que nos define? La pérdida de la identidad es un presagio también de la muerte asociada a la destrucción de cosmogonías únicas e irreproducibles. La despoblación y los nuevos tiempos frenéticos auguran pocas posibilidades de que los jóvenes se paren a mirar atrás —a descubrir de dónde vienen y quienes son—, atraídos por el progreso y la despersonalización frenética y tecnológica globalista del siglo XXI. La realidad en este caso se captura desde la autenticidad de los lugares y unos personajes que se interpretan con una extraordinaria verosimilitud. Un elemento primordial se desprende de sus imágenes mientras la narración se eleva por encima de la escala simplemente humana. El uso de una toma desde un dron parece justificado por lograr una mirada divina hacia la conclusión de una parte de su creación, en la que la muerte está devorando todo. Resistir al paso del tiempo, reivindicar la genealogía histórica que nos ha llevado hasta el momento en el que estamos es una tarea a la que dedicar la vida entera. Tal como han hecho los miembros del grupo Mayalde durante una carrera musical que abarca cuatro décadas y que acaban recreados en la cinta desde imágenes que son indiscutiblemente verdaderas como ficción en estética y todavía más en intenciones.
Crítico y periodista cinematográfico.
Creando el podcast Manderley. Hago cosas en Lost & Found.