Yorgos Lanthimos… a examen

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Alguien cambió las pautas del cine griego. La compleja situación en la que se siente enclaustrada su sociedad ha movido el terreno, como si un deshielo se tratara, para convertir en algo físico la pérdida de identidad que sufren. Quizá sea un riesgo decirlo, pero Giorgos Lanthimos ha creado un antes y un después al visibilizar esa mordaz confrontación con los aspectos más básicos del ser humano y por tanto del entorno en el que debe moverse en su cine, y crear un reguero de “nuevo cine griego” que se juega el pellejo siempre con su frío tono.

A Lanthimos le conocimos con Kynodontas (Canino en su título español, como un asunto dental y no perruno) y personalmente me enamoré de sus formas, pocas películas te mantienen con la boca abierta el suficiente tiempo como para convertirnos en una especie de mueca que se mueve entre la incredulidad y la diversión. Es la película pliegue, la que puso en el punto de mira a los griegos y convirtió su cine en un ejemplo a seguir, un camino sin norma alguna en la que todo es válido, incluso la aprensión.

Pero, por supuesto, Canino no fue su debut. Desorganizar el acercamiento a los trabajos de un director es tremendamente útil cuando ante un Lanthimos nos presentamos. Parece que cada una de ellas es padre, hija, ente irresolutivo y a la vez punto de partida de las otras. Todas tienen una ligera conexión, en cierto modo se complementan. Así que ante la dificultad de seguir el ritmo del director por su fealdad (narrativa) para algunos, lo de retrasar el descubrimiento de su primer film no es tan mala idea. Hablemos pues de Kinetta.

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Un hombre joven, con una barba espesa y traje oscuro, mira fijamente un coche siniestrado mientras suena una profunda e hipnótica voz desde el reproductor de música del mismo. Coge el casette. Camina solo. En muchas ocasiones la premisa de una historia lo es todo, aquí, es un simple hilo del que tirar para ver en qué punto encontramos la maraña. La vida es solitaria y silenciosa, y así nos la muestra Lanthimos, cámara en mano en todo momento de la película, con los vaivenes de un pulso imperfecto, al adentrarnos en Kinetta, pueblo costero en temporada baja, algo parecido a los últimos días de nuestro mundo.

En un solitario hotel, con una desasosegante estructura masificada y vacía que mira una playa vacía, en una abandonada región, todo sucede sin estridencias. Los elementos son el coche, la cámara de fotos, el walkman. Detrás de estos objetos hay tres personas, tan inertes como esos objetos que les marcan un patrón a seguir en una especie de dependencia con la obsesión. Sin lugar para las apariencias se representan simulaciones que inciden en muerte y destrucción, con movimientos ensayados y supuestos, como una reiteración del fin para llegar a comprenderlo. La intención de convertir en marionetas obsoletas a sus actores es una especie de referente al que Lanthimos siempre recurre, del mismo modo que romper los hilos que les guían es una necesidad que nos desconcierta más allá del resultado. La dificultad de comunicación, algo que anula las convenciones de la sociedad, se magnifica en sus manos para matificar esos silencios que en esta ocasión no son incómodos, simplemente una base que nos demuestra la inutilidad de las palabras para enviar un mensaje.

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Aunque no hay metodismo en la estructura del film, sí existen pautas que se repiten para sus protagonistas —la canción con que comienza el film es recurrente, tanto como los pequeños actos imprevistos transformados en cotidianos, o las voluminosas piezas industriales que irrumpen en el paisaje— que van formando la personalidad de cada uno, su repetición es obsesiva y se modifica con su intensidad. No es comprensible una linealidad en lo que se cuenta, al menos no necesariamente, el tiempo se emborrona, al igual que la imagen, en situaciones que van destapando las corruptas personalidades de aquellos en los que se centra, mostrando una compleja forma de convencernos para empatizar con sus perspectivas de vida, con un relato que vence hacia la crudeza, prescindiendo en esta primera ocasión de toda mofa compartida con el espectador.

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Fría pero no ajena, su sistema funciona, nos envuelve y reprime sentimientos, azota la condescendencia típica del humano, abstrayendo el comportamiento hacia la mecánica robótica de acción, que se mezcla con la curiosidad animal y la parquedad de palabras, como si consiguiera un boceto de lo que serían sus próximas películas. En esta ocasión se monta sobre los personajes literalmente, convirtiendo la cámara en una especie de acoso que despierta el intrusismo total, y que amplía el campo para desenfocar el entorno y convertir en pieza clave a aquel que lleva la voz cantante en la acción. Sometidos por esta perspectiva, se exige una respiración profunda, desviando a tres personas hacia una irrevocable perdición, en la que deja de importar una trama exacta, cuando la propia evolución parece imantada.

Entramos en Kinetta a la fuerza, y la irrupción se compensa con la extrañeza del perdido, que nunca encuentra su lugar. La muerte, el absurdo, la violencia generalizada y las jerarquías erráticas se asientan como punto de partida para conocer a Giorgos Lanthimos, para posicionarlo en un punto demasiado alto gracias a su estilo único e hipnótico, que bebe directamente de la estupidez humana y su incomprensión del universo y lo que sucede en él. Será que los raros nos comprendemos de algún modo particular, pero Lanthimos destila genialidad en su extraña forma de mentirnos.

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