Ya no duermo (Marina Palacio)

Miguel pasa las vacaciones con la familia en un pueblo castellano. Su tío Jesús, al que llama cariñosamente Kechis, le contagia su fascinación por los vampiros. Durante los paseos por el campo, los días ociosos y las conversaciones entre los dos, hablan largo y tendido sobre la figura romántica e inmortal del chupasangre.

Esta es la historia de su película de vampiros perdida, pero maravillosa. Porque nunca se realizará.

El primer cortometraje de Marina Palacio es un trabajo que merece la pena ver en la misma forma que fue realizado. Sin un mapa previo ni patrones genéricos que limiten el vuelo de las ideas proyectadas. La libertad de observar una relación cariñosa entre dos generaciones diferentes —tío y sobrino— separadas por varias décadas, pero unidas por la imaginación y el empeño en rodar una película en colaboración fraternal. La revelación de que hasta el niño crece personalmente, vampirizando por sí mismo esa pasión del tío por las figuras míticas espectrales. Es en este viraje argumental que se produce por accidente, dentro de un cortometraje que parte sin guión pero escora el rumbo hacia su tercer acto nocturno, esa condensación entre la pesadilla y el sueño que dan forma a los anhelos del adulto protagonista, inmortal para siempre. Mientras su sobrino plasma las imágenes que resuenan como ecos de las ideas del tío.

Ya no duermo consigue ser un corto de ficción evocador, cotidiano por su método documental, técnica que ayuda para lograr actuaciones veraces de sus actores, Jesús y Miguel, parientes también en la realidad. Tan reflexivo como generoso por permitirnos la observación con la duración de los planos generales del horizonte, surcados por los paseos de los personajes. Paisajes que también sirven como marco contemplativo en sus reposos. Sin embargo, más allá del sosiego derivado en estas apreciaciones, la obra evoluciona, hallando su camino narrativo en las secuencias que registran los diálogos triviales al inicio, esclarecedores al final. Pulsando comedia y drama en esa conversación cercana al final entre los dos. Una transformación del montaje inicial por plano al contraplano individuales que mostraban el respeto del menor por su tío. Pasando al uso de planos medios en escorzo de los dos, destacando en primer término a Miguel, el sobrino. Pasando así el testigo de la autoridad del mayor al menor.

Son apuntes sutiles de la riqueza que suma la sucesión de las escenas, huérfanas de historia al inicio. Ricas en matices y subtexto después. Un cortometraje que, por resonancia audiovisual, heredada o fortuita, recuerda otros espíritus como los de Víctor Erice, Los motivos de Berta de José Luis Guerín, e incluso la claridad de Marc Recha.

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