Tres caras (Jafar Panahi)

Con Tres caras, película ganadora del premio a mejor guion en la pasada edición del Festival de Cannes, Panahi inicia un viaje por la negrura de los pueblos de un país enquistado en la tradición y en el fervor religioso. La premisa es la siguiente: una reconocida actriz iraní que reside en Teherán, Behnaz Jafari, recibe el vídeo de una joven que, según parece, se ha suicidado al no poder cumplir sus deseos de cursar estudios de interpretación en la capital porque las convicciones de la gente que la rodea no casan con tal estilo de vida. Es así como, después de pedir ayuda a un director amigo suyo, que resulta ser el propio Jafar Panahi, la actriz y el cineasta, entre la culpabilidad y las dudas acerca de la muerte de la joven, emprenden un camino que les llevará al pueblo de la chica para poder así comprobar lo que allí ha sucedido. El espectador, de esta manera, acompañará a Behnaz Jafari y a Panahi por los caminos áridos de los alrededores de Teherán, así como también descubrirá a la gente que habita los pueblos que por allí encuentran, manteniendo reducida su mirada a los planos que, en ocasiones sin necesidad de mostrar un contraplano o de meterse donde no le llaman, irán de la persecución casi perversa y obsesiva de los protagonistas en largos planos secuencia a la quietud de aquellos que, en cambio, marcan ciertas líneas que le separan de la acción de manera radical.

La voluntad de denuncia que Jafar Panahi lleva a cabo con Tres caras es evidente y recorre toda la película, y es que, a pesar de suavizar la crudeza de la trama con determinadas secuencias irónicas, casi caricaturescas, el director de Taxi Teherán pone todos sus esfuerzos en llamar la atención sobre la urgente modernización (que representan la pareja protagonista) que necesita la república islámica. Un diagnóstico oscuro —aunque con cierto espacio para la esperanza—, este que nos muestra Panahi, sobre el que llegado cierto punto del metraje se erige un segundo nivel que amplía los límites de esta ficción. Y es que, si al hecho de que los actores se encarnen a sí mismos, le sumamos que Behnaz Jafari le recuerda a su acompañante en un determinado momento que un día ambos estuvieron hablando acerca de un guion sobre el suicidio, uno termina por pensar si en realidad no estará viendo el resultado de aquel guion.

Una serie de juegos, estos que plantea Panahi —partiendo siempre de esas tres caras que bien pueden resumirse en el plano final de la película donde coinciden el observador, quien quiere romper la convención y la convención que regresa—, que son desplegados sin fisuras y con una seguridad y una templanza que solo dan el genio y la escuela. Tranquilidad y simpleza, estas con las que Panahi nos cuenta sus historias y nos enseña a sus personajes, como elementos que se ven reforzados por una continua sensación de apertura por la ausencia casi total de interiores (el director de Mianeh se encarga de reforzar todo esto al no dejarnos ver lo que sucede dentro de ninguna casa). En definitiva, siempre nos traerán lo mismo, como si los pobres iranís no hicieran más que dramas sobre sus miserias, pero bueno, es que los hacen tan bien.

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