En los primeros compases de este extraño y nada acomodaticio debut, su protagonista intenta explicarse las razones que le han llevado a realizar el diario fílmico que constituye la película. Más allá del narcisismo subyacente en todo diario convertido bruscamente en material público, hay una inquietud genuina por encontrarse a uno mismo, una inquietud que el personaje verbaliza y conecta con la propia idea de la creación artística. ¿No es toda obra de arte una búsqueda orientada hacia los adentros? La exposición de la intimidad adquiere así connotaciones catárticas. Debería, al menos teóricamente, permitirnos acceder a zonas recónditas de nuestra personalidad, dibujarnos en la confusión aleatoria de un día cotidiano. Más allá del hecho de dejar constancia de lo vivido, está quizás el anhelo de sublimarlo. De este modo, nuestro hombre inicia su búsqueda interior empujado casi por una suerte de abulia existencial. Lo interesante es el modo en que dicha búsqueda frustra sus propias expectativas, dejándole en un estado vital de confusión que no dista mucho del reflejado al comienzo de la película.
Como en Mapa, de León Siminiani, The Juan Bushwick Diaries también acaba centrando gran parte de su energía creativa en un interés romántico que prácticamente deviene motor narrativo de la propuesta. Pero hay una diferencia remarcable entre ambas obras: mientras Siminiani articula su reflexión sobre la necesidad del amor (y los peligros de su idealización) sin salirse aparentemente de los márgenes de la propia realidad que lo circunscriben, Gutiérrez Camps intenta hablar de algo parecido exclusivamente desde la ficción, dejando que la superficie de lo real sea sólo eso, superficie, mientras su fondo responde a un estudiado diseño argumental. Nada que objetar, pero sí resulta llamativo el hecho de que, lo que en Mapa resultaba complejo y sorprendente, en la cinta de Camps no logre trascender más allá del conflicto planteado entre la necesidad de filmar y la necesidad de preservar un cierto espacio de intimidad. Suele decirse que la realidad supera a la ficción. Esta máxima podría aplicarse al caso que nos ocupa. O al menos podría convenirse que logra superarla en interés, ofreciendo más matices y posibilitando puntos de análisis más sugestivos.
Sería, no obstante, injusto comparar ambas películas, aunque sea difícil ver una sin evocar la otra. Más allá de la coincidencia de modus operandi (el diario fílmico no abunda en el medio, pese a ejemplos tan míticos como el ofrecido por Jonas Mekas con sus célebres películas caseras), lo cierto es que la obra de Camps muestra un interés estético mucho más acusado, rayando en muchos momentos con el cine experimental y de vanguardia (he detectado ecos de Brakhage, de Viola…) o con el videoarte, en lo que viene a ser una exploración apasionante de la realidad a la que Camps somete a un juego de tensiones poéticas verdaderamente estimulante. En contraste, la descripción del protagonista aparece extrañamente desvaída, haciendo que su relativo hermetismo choque tanto con las visibles preocupaciones que lo perturban (su anhelo de autodescubrimiento, reflejado en las charlas con Pol o en la fallida sesión de autoretratos con Cristina Núñez) como con el rico y sensible mundo interior que sugieren las imágenes que filma. Concluida la película, servidor no tiene claro si Juan Bushwick resulta un personaje tan poco interesante por lo que se nos oculta de él o porque, sencillamente, no hay mucho que ocultar. Como retrato personal, lo encontré finalmente poco incisivo.
Estamos, sin embargo, ante una película que asume riesgos y que permite a su autor, mediante la observación y tanteo de la realidad a través de la lente de una cámara, fraguar algo parecido a una voz propia. Una voz que, en determinadas ocasiones, quizá suene algo afectada y pagada de sí misma (ciertas dosis de humor hubiesen sido saludables), pero que, cuando se abisma en la contemplación de los detalles de la vida cotidiana, logra instantes de una belleza plástica enigmática y perdurable, especialmente en un tramo final que encadena imágenes muy hermosas, en ocasiones casi abstractas (el bullir del agua en la tetera). Aquí estaba, quizás, la gran película que podía haber sido The Juan Bushwick Diaries: puro cine sensorial que hubiera brillado más conectado a una columna vertebral narrativa de mayor enjundia, originalidad o perspicacia analítica. En cualquier caso, es cine a contracorriente que merece ser tenido en cuenta y que deja adivinar en la figura de su autor a un gran cineasta en ciernes.