The Happiest Man in the World (Teona Strugar Mitevska)

Las heridas ocasionadas por los distintos focos de conflicto que se produjeron en la zona de los Balcanes a  lo largo de la década de los 90 continúan muy vigentes en el imaginario popular, un hecho que se deduce, aún a día de hoy, de la cantidad de producciones que siguen explorando ese imborrable episodio que tuvo numerosas consecuencias sobre la población civil.

Teona Strugar Mitevska, que con su último largometraje, Dios es mujer y se llama Petrunya, ya realizaba un acerado retrato sobre cómo la tradición y el patriarcado persiste asomando en los rincones de una Europa en aras de desarrollo, vuelve ahora en torno a esos recovecos cuya reconstrucción asoma en otro sentido, y lo hace en parte debido a los ecos de una guerra aún presente incluso en los escenarios más cotidianos, lejos de cicatrices, estas sí, físicas y una memoria en la que permanecen los fantasmas del pasado, apelando a las constantes de un cine capaz de reproducir determinados ambientes desde los que poder exorcizar los males latentes de una sociedad todavía inmersa en el más profundo trauma. Y es que aquello que, en glosa, parece buscar reflejar la obra de la macedonia más allá de las conclusiones individuales de cada contexto determinado, se dirime de una población incapaz de mirar al presente sin antes confrontar las marcas de un pasado que continúa estigmatizando el ahora, ya no ante la mirada de la Europa (no tan) próspera, sino ante los propios ojos.

The Happiest Man in The World aborda esa presunta normalidad que proveen las actividades que llenan de algún modo la rutina, como en el caso que nos ocupa, cuando Asja, una mujer soltera, acuda a un lugar de citas, desde la aspereza que se traducirá de una situación ciertamente compleja y estremecedora. Así, ese feísmo que sustrae en cierta manera del trabajo visual realizado por Virginie Saint-Martin, habitual directora de fotografía de la cineasta, entronca asimismo con las intenciones de una obra donde el empleo de cada plano y los movimientos de cámara refuerzan una sensación de constreñimiento que se deduce no tanto de aquello a lo que los personajes se puedan ver obligados como de afrontar una incómoda coyuntura que, en parte, bien podría tejer el mismo panorama donde se desarrolla.

Pues si bien lo que nos cuenta la autora de I Am From Tito Veles parte de un acontecimiento real, al fin y al cabo un escenario como el planteado, donde la convivencia entre víctimas y agresores se antoja inevitable, no deja de ser de una sobrecogedora cotidianidad que se acrecienta a través del cuestionario que tendrán que responder ambos protagonistas, deslizando de ese modo una sensación de comunicación mucho más directa dirimida entre la espontaneidad de las interacciones y, en este caso, la conciencia de quién tiene ante sí Asja, que en un principio se erige como interlocutor neutro, pero pronto descubrirá una posición ventajosa.

Es, además, la elección cromática que realiza Mitevska, sujeta a unos parámetros muy concretos —además de señalar algunas concomitancias, como el omnipresente vestido de la protagonista—, otro de los factores a tener en cuenta, que no solo certifican las intenciones de la directora —algo que también consigue con el uso de la banda sonora, solo presente cuando abandonemos ese espacio de confrontación—, arrojan asimismo un tono que parece de lo más relevante, en tanto dibuja a través de esa sequedad la presencia de unas cicatrices tanto psicológicas como afectivas que quedan ponderadas por la aparición de ciertas fugas y digresiones desde las que comprender y redefinir la realidad.

The Happiest Man in The World parece, en ese sentido, un ejercicio indispensable ya que concibe ese pasado y sus consecuencias como algo que debe ser confrontado y, ante todo, racionalizado puesto que en ocasiones la importancia no recae sobre quiénes fueron víctimas y quiénes agresores, sino en el indeleble estigma perceptible en una sociedad que a buen seguro en no pocos casos se alejaba de la tesis de los verdaderos ejecutores, que no se encontraban ni mucho menos a pie de calle.

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