The Guilty (Gustav Möller)

Podríamos comenzar esta crítica afirmando que The Guilty es un emocionante thriller que cuenta cómo la anodina rutina del amargo Asger Holm, un policía confinado al puesto de teleoperador del servicio de emergencias, se ve sacudida tras recibir la llamada de auxilio de una mujer que acaba de ser secuestrada. Esta presentación nos conduciría a afirmar que Gustav Möller busca contarnos la perturbadora historia de un crimen y que nuestra condición no es más que la de unos espectadores que han conseguido entretener su tarde de domingo.

Esta sería, como diría Umberto Eco, una interpretación posible y “legitimable”; sin embargo, el director logra que en la sala de cine tenga lugar una auténtica experiencia dialógica que rompe con la idea de película como producto total, acabado, cerrado en sí mismo, y de un espectador pasivo que se limita a observar. De hecho, sala de cine, película y espectador desaparecen como dimensiones diferenciadas, se difuminan, se disuelven en pos de un propósito: la construcción compartida de una trama. Möller nos ofrece mucho más que una historia, nos ofrece un modo de contar, una forma, una propuesta arriesgada de pensar y de vivir el cine.

Esta cobra una apariencia minimalista: un actor y un espacio único, solo un hombre hablando por teléfono en una oficina de policía. Pero en esa sencillez The Guilty encierra una extraordinaria destreza técnica donde cada recurso está perfectamente medido y explotado. El dinamismo constante del montaje, el ritmo trepidante del guion, la consonancia entre las luces, el estado de ánimo del protagonista y la trama narrativa y, sobre todo, el depurado diseño de sonido y el control de los silencios logran mantener el delicado equilibrio de la tensión narrativa durante 85 minutos, segundo tras segundo, tras segundo.

Cuando la película acaba, cada uno de nosotros ha podido visitar una casa desvencijada y húmeda en la que hay un cuarto atroz, el maletero de una furgoneta blanca que se mueve a toda prisa por la autopista, ha visto forzar la puerta de un sospechoso apartamento y un puente lo suficientemente alto, mientras acompaña la desesperada espera de un falso héroe uniformado. Hemos dejado de ser voyeurs, jueces implacables acomodados en nuestros asientos. Estamos todos implicados. Todos esperando con Asger. Todos escuchando a Iben. Todos pensando en la niña pequeña de ojos asustados que se ha quedado esperando el regreso de su madre. The Guilty es una encerrona.

Es una encerrona para el protagonista que, perseguido por la soberbia del fantasma grotesco de aquello que nunca pudo ser, ese policía modelo protector de débiles y guardián del orden, precipita el horror de una historia que termina por arrastrarlo hacia un encuentro desnudo con sus propias miserias. Es una encerrona para nosotros que hemos juzgado demasiado rápido y demasiado fácilmente, y creímos, como Asger, que era posible condenar a un único culpable. Y, desde el principio, es una encerrona para el director que nos ha expuesto deliberada y nítidamente todos sus trucos, todos los efectos, a riesgo de ser descubierto antes de haber obtenido nuestro beneplácito.

No es fácil apostar por un formato cuyo sentido final depende de la participación, la complicidad, el diálogo y la entrega en un mundo donde parece triunfar el espectáculo pornográfico de las imágenes ultra-elaboradas, donde nada se sugiere y nadie pide permiso, donde nadie quiere contar con la mirada del otro. No es fácil ser honesto, ni trabajar en equipo, pero el éxito de The Guilty lleva estos dos ingredientes secretos.

No sería justo sólo hablar de Gustav Möller y Jakob Cedergren en este proyecto. A pesar de que uno lo firma como su primer largometraje y el otro es el actor protagonista sobre el que recae gran parte del peso del filme, el mérito de esta película es colectivo, surge de la perfecta coordinación de los preparados miembros de un joven equipo surgido de las últimas hornadas de las Escuela Nacional de Cine danesa. Mención especial merecen el ya comentado trabajo de sonido, a cargo de Oskar Skriver, y la cuidada y significativa fotografía de Jasper Spanning. Con esta propuesta el cine es una vez más una oportunidad para aprender y transformarse con los demás, cobra el tono de una voz que aprovecha la dimensión coral como oportunidad de alzarse distintivamente. A la espera de lo que en un futuro puedan hacer, sin duda parece prometedor este comienzo.

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