Tatiana Huezo… a examen

Miriam trabajaba en el departamento de inmigración en el aeropuerto de Cancún. Un día sin más fue detenida y llevada a prisión, acusada injustamente de formar parte del crimen organizado para el tráfico de personas en México. La habían convertido en una “pagadora”, en un chivo expiatorio para hacer ver a la opinión pública que el gobierno y las fuerzas de seguridad hacían algo contra la delincuencia y la violencia incontrolada que asola el país. Fue llevada a Matamoros, a dos mil kilómetros de su casa en Tulum. A su salida de la cárcel, recorre el trayecto de vuelta en autobús. Ese viaje, que da a Tempestad (Tatiana Huezo, 2016) una estructura de road movie, sirve para relatar primero su experiencia saliendo en libertad y después sus recuerdos de todo lo que aconteció desde aquel fatídico día en que tuvo que abandonar a su bebé sin saber cuándo o cómo recuperaría su libertad, si es que eso era posible. Nunca aparece su rostro ante la cámara, pero la directora recorre las caras de los viajeros con el transporte en movimiento por carretera, observando detenidamente a estos hombres y mujeres, niños y niñas anónimos. ¿Cuántas historias como la que Miriam cuenta a través de la voz en off se esconden tras ellas?

Una de ellas podría ser la de Adela, una mujer que trabaja en el circo y cuya hija mayor fue secuestrada hace diez años. El montaje introduce su testimonio a cara descubierta mientras se describe el entorno en que vive con su familia, los espacios donde comparten una profesión y una forma de vida que atraviesa generaciones, como la misma omnipresente violencia que se percibe trazada desde el fuera de campo. El autobús sigue su camino, parándose en las estaciones y cruzando controles policiales. Los agentes aparecen como figuran oscuras, amenazantes, armados fuertemente. Miriam habla de las torturas, de la extorsión y las amenazas que sufrió encerrada en un centro penitenciario controlado por el Cartel del Golfo. La policía la había entregado a los mismos a quienes estaba exculpando con su condena. El recuerdo de su hijo Leo la ayuda a sobrevivir en un entorno hostil en el que llega a presenciar actos de una violencia extrema e inhumana. La vida entre las paredes de su cárcel pierde valor y la lleva, desesperada, a plantearse trabajar para quienes son, en última instancia, responsables de su sufrimiento entre el de muchas otras personas.

Los cambios del tiempo, el sonido de la lluvia o el viento y los atardeceres que se observan durante el viaje son elementos que potencian la evocación sensorial a la imagen que acompaña a las palabras en todo momento. Un sentimiento de angustia silenciosa, de dolor contenido, se contagia durante todo el metraje del filme. La perspectiva a través de las ventanas, la calma tensa del interior del autocar y de las esperas o de las declaraciones frente a los agentes federales cómplices —cuando no sujetos activos— del crimen contra su propia población. Tatiana Huezo registra desde lo personal y subjetivo un palpitante estado emocional colectivo que emerge del trauma individual compartido. Miriam y Adela son supervivientes de un sistema corrupto, que ha marcado para siempre sus vidas aunque no hayan acabado con ellas. A la vez, su supervivencia es símbolo de la resistencia de quienes tienen algo por lo que vivir y luchar: ya sea para criar y cuidar de un hijo sin el miedo y las horribles experiencias que ha superado su madre o de aquella que no piensa descansar en su empeño por explicar qué le sucedió a su hija desaparecida, aunque tenga que vivir en la clandestinidad.

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