Noche de fuego (Tatiana Huezo)

Dar el salto a la ficción no implica siempre dar la espalda a la realidad, puede inspirar un nuevo modo de narrar lo conocido. Aunque Tatiana Huezo había dado voz a familias oprimidas, mujeres desesperadas, personas capaces de remover conciencias con sus historias, encuentra en Noche de fuego un recodo donde habitar todas esas sensaciones siendo ella la narradora. Sin palabras, solo con los gestos de su cámara —toda la película ha sido rodada a pulso— sobre este perdido poblado de Guerrero en México.

Son niñas, luego adolescentes, y sus vigilantes madres las protagonistas de Noche de fuego, un alegato de autodescubrimiento dentro de un paisaje ilimitado y a su vez verdugo de sus habitantes. Seguimos de cerca a tres niñas, en ese momento en que las preguntas se disparan y los silencios confirman aquello que no va del todo bien, para que sea así y no de otro modo nuestro encuentro con esta realidad. Un despertar en el que poco a poco nos sitúan sobre una oscura cotidianidad de permanente alerta, de negación de lo evidente, de supervivencia primitiva cuando ellas, las protagonistas y sus madres, son meros peones en una batalla sin visos de final.

¿Qué vemos? La luz del día, la desarmonización de la feminidad, el plan de acción cuando todo funciona a expensas del poder que otros ejercen a la fuerza. Al mismo tiempo observamos el aprendizaje, el aparente salvajismo de la naturaleza, la amistad. Todo ello convive porque la película no niega el crecimiento y expansión de sus personajes, la necesidad de aflorar una personalidad fuerte aunque la pistola se encuentre muy cerca de sus cabezas. Tiene ese aspecto ilusivo de libertad en sus juegos, ese escueto lenguaje que se maneja entre las tres niñas donde la complicidad las convierte prácticamente en una sola, que adereza con la fusta de un entorno que va más allá de ese pequeño poblado, ese cruce de guerrillas y cárteles que no les permite expresarse por encima de las expectativas de los dominantes.

Aún así, Huezo deslumbra con el carácter fuerte y decidido de aquellas mujeres a las que da voz, primero como niñas curiosas, luego como adolescentes valientes y en especial con el retrato de Mayra Batallas como madre de una de ellas, hastiada de la situación pero comprometida con la supervivencia de su escueta familia, consciente de la necesidad de afrontar la vida con valentía y a la vez temerosa de cualquier fatalidad —y el abanico es tremendamente amplio— que pueda padecer su hija, algo que las confronta y a la vez une. Noche de fuego es una película silenciosa, de momentos prolongados e independientes, que expresan la evolución de las relaciones que se concretan en lo femenino. Prácticamente todos sus personajes son mujeres, para convivir con sus anhelos y dificultades. Existe esa necesidad de llegar a extinguir los rasgos femeninos para asegurarse seguir viviendo, una cruel proyección de la desigualdad cuando ellas son meros objetos de disfrute ajeno; pero a la vez contemplamos la intimidad donde esos mismos rasgos van tomando su propio camino, afloran por pura naturaleza e intereses. Lo comprobamos en esa pequeña peluquería donde las niñas lloran silenciosas al ver desaparecer su melena, donde también se reúnen todas las habitantes del lugar para acicalarse por gusto un día cualquiera, rompiendo esa harmonía por los sonidos de una guerra ajena por intereses, protagonista por el lugar donde nacieron. Es solo uno de los espacios clave para comprender a estas jóvenes más allá de su discurso de ‹coming of age› cercenada por la incertidumbre, como la escuela o las casas inhóspitamente abandonadas.

Hay algo de belleza prohibida en esos campos de amapolas rojos y verdes, que parecen conformar un seguro de vida y a la vez un constante alarmismo. Esto es una constante en la película, que irradia una claridad totalmente ajena a un relato esperanzador. No desea modificar conductas, pero sí permite respirar a sus pequeñas para que, en ese acotado espacio de incertidumbre, puedan llegar a ser ellas mismas, a soñar con algo más que droga y muerte, forjando lazos de amistad firmes y compenetrados, permitiendo que la identidad no sea una mera ilusión cuando parece condenada a desaparecer. Tatiana Huezo parece delicada en sus formas, pero consecuente con los actos que desea narrar, consiguiendo que lo ínfimo no sea pasajero, rasgando voces silenciosas con sencillez y aplomo. Es como esos abrazos llenos de sentimiento, armonía, fatiga u horror que va diseminando a lo largo del film, que dicen tanto como callan, que tienen algo de llama incandescente y abrigo, sea cual sea el motivo de ese acto primitivo.

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