Still Life (Sohrab Shahid Saless)

Sohrab Shaheed Salles fue uno de los cineastas más prestigiosos e innovadores del cine iraní. Saless se elevó como uno de los principales impulsores de la renovación del lenguaje y la estructura cinematográfica del país asiático. Sin embargo su nombre ha caído en un triste olvido en el mundo occidental, hecho éste quizás derivado de la corta carrera que pudo desempeñar el artista iraní debido tanto a los problemas que tuvo que acometer tras abandonar su Irán natal rumbo a Alemania en la década de los setenta como por su temprana muerte.

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Estudió cine en las principales escuelas europeas tras un periplo que le llevó desde París a Viena durante la década de los sesenta. Tras regresar a su país natal, Salles fue contratado por el Ministerio de Cultura, punto que fue aprovechado por el avispado realizador iraní para iniciar su espléndida carrera cinematográfica.

Su primer largometraje titulado A Simple Event, adoptaba la efigie de una temprana obra neorrealista. Resulta ciertamente hipnótico que Salles comenzara su carrera en paralelo con la gran estrella del cine persa, Abbas Kiarostami, recorriendo ambos en sus primeros pasos en el cine esa mirada neorrealista condimentada por los ojos de la infancia como eje aspirador de esa libertad carente en la sociedad iraní gobernada por el Sha. Si bien el cine de Kiarostami pudo traspasar las fronteras nacionales, impulsando nuevos paradigmas dogmáticos en lo que se refiere a la concepción cinematográfica, el cine de Salles ha permanecido oculto, punto éste ciertamente sorprendente. Puesto que el mismo acoge una atmósfera que respira puro cine de autor, plasmando las mismas obsesiones y virtudes de obras de autores tan referenciales como Andrei Tarkovsky, Michelangelo Antonioni o Serguéi Paradzhánov.

Tras rodar la película protagonista de esta reseña, Still Life, Saless abandonó su país camino de Alemania, iniciando esa diáspora hacia el país europeo que tuvo lugar en el mundo cultural iraní allá por la década de los setenta. Instalado en el país centroeuropeo cultivó una carrera caracterizada por su contenido social, no exento de ciertas gotas de dureza por los temas que tocó en su obra tales como la inmigración, la pobreza o la prostitución. Con Utopía moldeó su film más ambicioso, de más de tres horas de duración, con pretensiones de radiografía social sobre el universo de la prostitución femenina. A pesar de la excelente acogida que la cinta tuvo en diversos festivales internacionales, su escasa repercusión comercial condenó a Saless a un inmerecido ostracismo, que le obligó a refugiarse en los platos de televisión principalmente hasta su muerte acontecida a finales de los años noventa del siglo pasado en Chicago tras otro exilio voluntario del iraní esta vez en los EEUU donde experimentó un particular infierno que terminó de una forma extraña y misteriosa, tras encontrarse su cuerpo inerte en un hotel de la ciudad americana al parecer víctima de una violenta hemorragia.

El discurso narrativo desplegado por Salles resulta de lo más hipnótico y atractivo que he podido contemplar en los últimos tiempos. Como el Kiarostami más puro y primario, el cine de Salles desprendía un cierto sentido documentalista en su afán por retratar la vida cotidiana de la sociedad iraní previa a la Revolución de los Ayatolá. A Salles no le interesaban ni los lujos ni los adornos impostados. Su deseo consistía en retratar la realidad más simple y esencial, trabajando para ello con actores no profesionales retratando los eventos más elementales de nuestra existencia: desde una anciana fregando la vajilla o tejiendo en medio de un profundo silencio, o asimismo el retrato de esos inmigrantes que arribaron a Alemania fotografiados en sus paseos vespertinos en medio de un parque desierto de gente. Escenas que lograban imprimir de una naturalidad desconcertante el arte de Salles.

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A pesar de la aclamación general que su cine desprendía en los setenta, hecho derivado de la influencia que la obra de Saless tuvo en autores coetáneos como el mismo Abbas Kiarostami, su destierro de Irán así como la incomodidad que sus obras producidas en Alemania, siempre radicales y al margen de los convencionalismos, hacían sentir tanto a la crítica como al adoctrinado público de su época, provocaron la caída en desgracia y el olvido de uno de los cineastas más influyentes y valientes de su generación.

Para recordar su figura, nada mejor que reseñar y reivindicar una de las películas clave del nuevo cine iraní de los setenta, la enigmática y poética Still Life. Se me antoja complicado comentar una obra tan misteriosa y subliminal como Still Life. Tratar de resumir su sinopsis resultaría algo vacío y sin sentido por mi parte, puesto que una de las derivadas más fascinantes de esta obra maestra consiste en la propia ausencia de una línea argumental clara y transparente. Así, podría aseverar que la misma refleja los avatares que sufrirá un viejo gerente de una destartalada estación ferroviaria sita en el Irán más profundo y rural. Un paraje mágico y tenebroso, donde este simpático personaje convive en un minúsculo habitáculo, en medio del silencio y la soledad ambiental, junto a su amada e infatigable esposa que observa el discurrir de la vida mientras teje con afán las alfombras que los lugareños la encargan.

La rutinaria existencia que acompaña al matrimonio se verá alterada cuando el cabeza de familia recibe una carta del ministerio en la que se anuncia la decisión tomada por los funcionarios del ferrocarril de jubilar a nuestro héroe para otorgar el puesto de jefe de estación a un joven más diligente y peor pagado. Este anuncio trastocará los planes de la familia, puesto que supondría la caída en la más profunda de las miserias de un matrimonio al que apenas le acompañan los ingresos para poder subsistir.

A partir de esta premisa argumental, Sohrab Shahid Saless supo transgredir las normas del lenguaje cinematográfico clásico, desplegando todo su arsenal narrativo consistente en radiografiar la vida cotidiana de las clases populares del Irán más rural e intrínseco, implantando de este modo su personalísimo estilo y método dialéctico. Y es que Still Life más que una película al uso, se alza como una especie de documental silencioso, que bebe de los paisajes del cine mudo más radical, instaurando así una grafía que parte del ascetismo de Robert Bresson para abrazar la poética de Antonioni o Tarkovsky. En este sentido, Still Life supone un retorno a los orígenes del cine. Aquel cine que no precisaba de diálogos para narrar una historia. Al cine de la poesía extrema entendida como un acto de rebeldía. Al cine de la captación de los eventos más sencillos de la existencia, los cuales abarcan desde una siesta, los quehaceres diarios de la casa, la contemplación en silencio del paisaje, el disfrute de una buena cena saboreada sin cortes ni pausas, las tareas de aseo personal o la recogida de la mesa una vez finalizada la degustación de los alimentos.

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Esto es fundamentalmente Still Life. Un cuadro de la existencia humana reducido a su más simple concepción. La vida captada sin efectos ni artificios, siendo mostrada en toda su desnudez a través de la mirada pausada y contemplativa del maestro Saless. Todo es reducido al poder de la imagen en un intento de atrapar la verdad, pero también la crudeza, de la vida. De este modo temas como la soledad, el tedio, las rutinas existenciales o la presencia de la naturaleza como medio que da sentido a nuestras obligaciones serán tratados por Saless con una sensibilidad distintiva y persistente, logrando así moldear una de esas obras que quedan grabadas a conciencia en nuestra frágil memoria.

Porque Still Life se alza como una película de historias mínimas pero resultados gigantescos. Una oda al hombre como centro del universo, que igualmente lanza un valiente mensaje en contra de esos gobernantes y funcionarios alineados con las políticas del Shá, que poco les importaba las demandas y necesidades del pueblo, encerrados en sus palacios de marfil y hormigón, cegados por la lujuria del dinero y el vicio. Unos funcionarios que interrumpirán el tranquilo fluir de la vida de la pareja protagonista, mancillando el honor y la dignidad del hombre, punto éste mostrado con la fantástica escena con la que se cierra el film. Una secuencia que denota la corrupción y total falta de escrúpulos existente en esos hombres urbanos que han olvidado sus orígenes rupestres, deslumbrados por el poder del progreso más obsceno. Un capítulo de contornos apocalípticos y luctuosos que parece anticipar el fin de una época. El final de la decencia y el decoro. El final de los hijos de la naturaleza. Pero también el final de una dictadura que sería desmembrada por una Revolución que trajo consigo igualmente otra dictadura de diferente talante, aunque de mismos resultados aniquiladores de la libertad. Una maldición que ha perseguido a Irán, y por extensión a toda la raza humana, desde tiempos remotos y que desgraciadamente parece seguirá castigando con su aroma a generaciones futuras, moradoras tanto de países orientales como de sociedades occidentales.

Por todo ello, Still Life es una película que no puede caer en el saco roto del olvido. Su ejercicio de estilo positivista y reflexivo resulta enriquecedor y reconfortante. Ese cine colmado de silencios inquietantes, incómodas pausas, espacios vacíos y núcleos filosofales. Un séptimo arte más grande que la vida que recoge las enseñanzas de los grandes pensadores, haciendo estallar en pantalla un material altamente inflamable partiendo de premisas profundamente simples. Un séptimo arte solo apto para esos espectadores pacientes que disfrutan contemplando los eventos que forjan nuestras rutinas cotidianas, sin exigir que ello venga ligado a un argumento lineal y claro. Porque Still Life se eleva sobre todo como una poderosa elegía alrededor de la condición humana.

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