Sesión doble: Gothic (1986) / Adiós a la reina (2012)

Otra mirada histórica (en femenino) llega a nuestra sesión doble con dos personajes como Mary Shelley y Maria Antonieta; el primero a través del desquiciado prisma de Ken Russell en su Gothic, y el segundo visto desde la retina de Benoît Jacquot en su Adiós a la reina, con Diane Kruger y Lea Seydoux. Nada como volver a recorrer la Historia desde perspectivas distintas a lo habitual.

 

Gothic (Ken Russell)

El siempre irreverente Ken Russell indaga en Gothic acerca del que se asimila como uno de los acontecimientos históricos clave para la literatura fantástica; el poeta inglés Lord Byron, ubicado en la Villa Diodati, mansión suiza alquilada a orillas del lago de Ginebra y en la que se recluyó en su forzado exilio, recibió en 1816 la visita del escritor Percy Shelley, Mary Wollstonecraft Godwin (futura mujer de este) y Claire Clairmont, quien se convertiría en una de las amantes de Byron; el azaroso encuentro, ubicado además bajo un fenómeno que provocó importantes anomalías climáticas, ha quedado estandarizado en la historia cultural por ser el germen de dos importantes piezas de la literatura universal; por una parte, el Doctor Polidori (médico personal de Byron), se inspiraría en esos días para hacer El Vampiro, y Mary, hoy ya conocida con el apellido de su marido, fecundaría bajo la misma influencia Frankenstein o el moderno Prometeo. La proposición del poeta inglés acerca de una competición colectiva con el objetivo de crear la historia más terrorífica sería el detonante de todo, según la creencia popular.

Ken Russell coge este acontecimiento histórico de la literatura para crear en Gothic una visión del suceso enclavada en el delirio, una indagación hacia el miedo donde la recreación escénica de la exploración creativa inunda de surrealismo el devenir de las situaciones. Cogiendo la enigmática figura de Lord Byron como hilo conductor, al que intenta establecer bajo un componente alienado en sus adhesiones fetichistas ligadas a la violencia y el sexo, el film no se compromete a una fidedigna estructura argumental acerca del afamado encuentro y sus ya conocidas consecuencias, como harían otras adaptaciones del capítulo histórico. Russell prefiere indagar en la idiosincrasia de cada uno de los personajes, como un ejercicio de exploración acerca de filias y fobias, que quedarán representadas en un puñado de escenas donde el director se acomoda en ciertas herramientas estéticas; estas van desde el delirio hacia la alucinación, del horror plástico a la sórdida evocación visual, siendo su reiteración la apuesta del cineasta por la ejecución del análisis de ciertos parámetros de los terrores internos impulsados a modo de postal visual, bajo la autoconsciencia de la enorme trascendencia hacia el género que ahora mismo tienen las dos obras hereditarias de aquellos días de Villa Diodati. Al conocedor de la obra de Russell no sorprenderá el comprobar cómo, aún afirmando su tradición británica, la película fagocita el afamado encuentro convirtiéndolo en una leyenda anárquica y salvaje, que alcanza sus mejores momentos en los deleites visuales donde el cariz clásico del horror se transmuta en una colección de imágenes dantescas y perturbadoras. El reparto cuenta con rostros tan conocidos como Gabriel Byrne, Julian Sands, Natasha Richardson o Timothy Spall, quienes dirigen su clásico temperamento británico hacia una excesiva teatralidad, necesaria para aguantar el ritmo endiablado que el cineasta propone con su colección de imágenes perturbadoras. Ken Russell, caracterizado por un dramatismo escénico que ahonda en una especie de oblicua visión de la realidad, crea en Gothic una de sus más logradas películas, luchando sin concesiones por una irrealidad formal que, en su aquí claro compromiso hacia un legado tan importante para la literatura, apuesta por el regocijo gráfico de esos temores introspectivos que, con toda probabilidad, hayan originado las dos obras que conforman el legado de esos inolvidables días en Villa Diodati.

Escrito por Dani Rodríguez

 

Adiós a la reina (Benoît Jacquot)

Siempre hay una versión oficial, una perspectiva que, si bien en ocasiones apunta a esos vicios, debilidades e incluso miserias que puedan atañer a cualquier personaje histórico, no suele desplazar su foco a los escenarios desde los que desplegar una mirada donde ese aura casi mítica que reviste ciertas figuras cobre una nueva dimensión. Unos espacios que, aunque podrían no parecer relevantes, desvían la perspectiva a través de la cual edificar una intimidad no siempre reveladora, pero casi siempre definitoria de algo más que un estilo de vida: de un estado, de la constatación que tras toda condición (en este caso, la disposición de un poder inherente al personaje de Maria Antonieta) se puede atisbar el temor, agotamiento y hasta endeblez de unas circunstancias que en ocasiones pueden llegar a desbordar el carácter y naturaleza propias de cualquier figura histórica, sea cual sea el peso o trascendencia que albergue.

Adiós a la reina no es, ni mucho menos, el reflejo de una mirada temerosa ante el clima eminentemente hostil que resultaría al final en la llamada la toma de la Bastilla. Y es que si bien el autor de Sade nos acerca a esa debilidad que concierne (en ocasiones) al poder, su retrato provee de aristas tan distintivas como sugerentes al acercamiento en torno a una figura cuya exploración se desplaza a recovecos de lo más íntimos; desde la sinuosa relación entablada con determinados personajes femeninos imprescindibles en el devenir de su día a día, a una vulnerable cercanía mutada por tanto por la autoridad como por un orden clasista derivado de un rol al fin y al cabo inextinguible.

Jacquot transforma en ese sentido lo que podría acontecer en el sempiterno drama de época para atisbar una suerte de intriga palaciega, de suspense que no termina de germinar en clave genérica, pero sin embargo determina y establece las posibilidades de un film cuyo notable trabajo fotográfico establece las soluciones para que Adiós a la reina encuentre la senda adecuada en la construcción de esos pasajes convertidos en toda una declaración de intenciones. Más allá, pues, del modo en como la cámara de Jacquot escudriña esa gestualidad en las incursiones de Sidonie durante sus lecturas en los aposentos de Maria Antonieta, la disposición al afrontar esos espacios, desde ventanas a través de las que seguir el devenir de los acontecimientos, a puertas entreabiertas que suscitan miradas a estancias de ámbito privado, sugiere un acercamiento que refuerza el planteamiento del film, poniendo prácticamente al espectador en la tesitura de los personajes (ajenos a esa corte) que transitan el relato; así, Jacquot nos hace partícipes del mismo sumergiéndonos entre oscuros pasillos, borboteantes rumores e incluso habitaciones anexas a las de la reina, todo ello estimulado por una certera banda sonora que, por suerte, en ningún momento se torna invasiva.

Adiós a la reina huye del lodo, la suciedad (más allá de esas ratas a las que se alude en algún momento, que hacen acto de presencia en sus instantes iniciales) y un tono sombrío que quizá habrían sido una herramienta suplementaria para explorar ese reverso de un universo de lujos y placeres, y lo hace con tenacidad: anteponiendo una perspectiva capaz de ahondar en relaciones afectivas y diferencias marcadas a fuego por la clase y el poder, y culminando en su último acto un ejercicio que no hace sino desentrañar esa miseria y debilidad que pocos han osado afrontar con, además de talento, la perspicacia necesaria para no estar ante otro mosaico más.

Escrito por Rubén Collazos

 

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