Sesión doble: Doble suicidio (1969) / Pandemonium (1971)

El arte japonés a examen en una exclusiva y selecta sesión doble donde se habla de dos obras imprescindibles para iniciarse en el homenaje cinematográfico al teatro kabuki. Por un lado Doble suicidio, que dirigió Masahiro Shinoda en 1969, por otro Pandemonium (Shura) bajo las órdenes de Toshio Matsumoto. Dos obras unidas por la tragedia y la distinción del samurai que os descubrimos a continuación.

 

Doble suicidio (Masahiro Shinoda)

Japón es una isla enorme, superpoblada, maravillosa e inestable. La mitología de los samurais, del Japón feudal y de las geishas, unidas a su proyección estética, provienen de una tradición que no fue difundida al resto del mundo, más allá de sus fronteras, hasta los siglos XIX y XX. Tal como aclaran muchos expertos versados sobre la cultura oriental, esa situación de aislamiento geográfico ha permitido conservar los rasgos de formas ancestrales como el haiku en la poesía, el manga en los comics y del teatro, con pocas variaciones desde sus respectivos orígenes. Dentro del género ‹kabuki› existe otra vertiente denominada ‹bunraku›, en la cual los títeres son manipulados por personas ocultas tras un mono o túnica oscuros, artistas que, sin embargo, dotan de gran expresividad los movimientos de sus marionetas.

El veterano director japonés Masahiro Shinoda realizó este drama en el ecuador de su filmografía. Llamada Shinjû: Ten no Amijima, aquí conocida por el premonitorio Doble suicidio. La obra dramática original ya fue adaptada al cine, quince años antes, por Kenji Mizoguchi, respetando el título original Los amantes crucificados (Chikamatsu monogatari). Sin embargo, como discípulo del maestro, Shinoda da un salto adelante y dota de un interés superior a su largometraje, respetando el material de base sin necesidad de actualizarlo, como un homenaje al mundo del teatro en sus temáticas mencionadas. Y estructurando un ejercicio metalingüístico que no necesita recurrir a la pedantería ni a explicaciones o rótulos informativos para orientar al espectador.

El argumento de la obra es simple. Se trata de Jihei, un comerciante en decadencia, enamorado hasta la obsesión por Oharu, su amante, una cortesana a la que hace promesas de amor hasta la muerte de ambos para seguir juntos, si fuera necesario. La mujer, hijos y resto de familia del protagonista reclaman el honor, debido a la vergüenza por esa relación, factores de clase que precipitan la tragedia.

Desde el principio el cineasta nos introduce entre bambalinas, con los titiriteros preparando los escenarios y la tramoya necesarios para escenificar esta representación sobre los amantes condenados. Se trata de una secuencia rematada por una conversación telefónica que plantea la dificultad de llevar a cabo el clímax de la escena final, mediante los muñecos manipulados a través de hilos. El tono durante estos primeros minutos es directo, montado al corte, con planos breves y rápidos que delatan un aspecto documental antes que ficticio. Una introducción propia de la resaca tras las nuevas olas europeas y mundiales cinematográficas que concluían al concluir la década de los sesenta. Esta secuencia puede considerarse un precedente a experimentos posteriores con mezcla del teatro y del audiovisual, realizados por Bergman, Fellini, Saura y Louis Malle. Al mismo tiempo que con la entidad suficiente para no recordar los comienzos de las adaptaciones de Shakespeare dirigidas por Olivier.

A continuación se muestra a los personajes que atraviesan una pasarela, mientras por allí se cruzan con los miembros de la orquesta que regresan, un atributo específico del kabuki. Escena a la que sigue el verdadero inicio de la obra, con la pareja de amantes dialogando. Los títeres para los cuales está escrita la dramaturgia, dan paso a intérpretes humanos a los que acompañan los estáticos titiriteros, ocultos tras sus uniformes negros, pero además actores en escena, que narran con su voz determinados pasajes o hechos que sirven de apoyo al relato, de igual forma que si estuvieran en la sala. O para facilitar el movimiento, las acciones y la transición de un decorado a otro. Los resultados son magníficos gracias a este planteamiento respetuoso hacia el género clásico, con esa apuesta arriesgada que crea unos códigos propios en pantalla, sin traicionar ni el texto ni los rasgos formales de la dramaturgia de sus antepasados. Con decorados simplificados al máximo, expuestos con el menor número de elementos característicos e identificadores, ya sea una verja para simular la pared; la sombra de las hojas de un árbol en la calle; o el panel brillante y rugoso que asemeja las ondas del agua en un río. Junto a elementos sonoros de percusión, cantos fugaces y acotaciones externas que refuerzan los sentimientos y evolución del drama. Filmado con esa fotografía en blanco y negro que dota de expresividad todos los aspectos visuales.

Sin embargo, la película consigue cotas artísticas impresionantes en la sucesión de puntos de vista desde cualquier lugar próximo o lejano, situado alrededor de los personajes, con encuadres equilibrados, de composición elegante sin resultar forzada. Planos de diferentes escalas, a la altura de los personajes, reforzados por angulaciones en picado o aplomo, que sirven como cambios de acto junto a los sutiles fundidos en negro. La variedad expositiva es la mejor traducción de la situación circular del público, rodeando el escenario clásico en el que se representaban las obras del kabuki. De manera sutil, Masahiro Shinoda proporciona la situación más privilegiada para que nosotros, los espectadores, nos situemos en ese campo de trescientos sesenta grados que consigue transmitir la fuerza de un espectáculo frío en el papel, pero epidérmico, sensorial y cálido sobre el escenario. La forma y el fondo, armonizados con maestría para captar la emoción.

Escrito por Pablo Vázquez Pérez

 

Pandemonium (Toshio Matsumoto)

El ancestral teatro kabuki ejerció una profunda influencia no solo en los pioneros narradores del cine japonés, sino igualmente en los nuevos realizadores cinematográficos que surgieron en el Japón de los años sesenta. Su puesta en escena recargada, sus historias fatalistas tiznadas de perdición y unas moralejas que giraban alrededor de los aspectos más crueles y pesimistas del alma humana se presentaban como una sublime plataforma para explorar nuevos conceptos de narrativa cinematográfica.

Así uno de los creadores más radicales del séptimo arte japonés, el ínclito Toshio Matsumoto, se inspiró en una obra del kabuki escrita por el maestro Nanboku Tsuruya para deformar los patrones del cine clásico hacia una derivada muy sinuosa, sin duda polémica, proyectando una epopeya ensuciada con una puesta en escena que no esconde sus orígenes teatrales empapada de una atmósfera pesadillesca.

Y es que Pandemonium no solo se alza como una pieza sublime y enfermiza de cine experimental, sino que igualmente esconde en su oscuro linaje alguna de las escenas más grotescas, salvajes e impactantes de la historia del cine japonés, capítulos que de ser rodados hoy en día podrían ser causa de una orden de arresto contra los responsables de su ejecución merced a la naturalidad con la que se expone la violencia de tonalidad extrema —la cinta contiene una escena de infanticidio ciertamente escalofriante añadida a secuencias sanguinolentas de asesinatos, desmembramientos y decapitaciones— así como el tono vanguardista e iconoclasta, no apto para mentes sensibles, que vertebra el esqueleto del film.

Lo que comienza siendo una especie de pesadilla emanada de la mente de un samurái caído en desgracia y arruinado por su querencia al alcohol y a satisfacer los caprichos de una ambiciosa geisha, acabará desembocando en una fábula de engaños, falsas apariencias y posterior venganza trenzada a través de una epopeya circular —que toca también las historias de fantasmas y de terror— donde nada es lo que parece y todo apuntará hacia el punto de partida: la ambición sin límites que afecta la condición humana y la maldición que castiga a aquellos que hacen recaer sobre el dinero sus únicos objetivos existenciales. Un dinero señal de perdición, de lascivia, de traición… y que será el arranque y la culminación de la historia, como un círculo nefasto que atrapa a sus moradores en una espiral de muerte y autodestrucción.

A Toshio Matsumoto se le nota comodísimo con un material propicio para derretir sus pretensiones nihilistas y trascendentales, derrochando pues toda su sapiencia a través de una fotografía en blanco y negro en la que los claro oscuros juegan un papel primordial tanto para embellecer el contorno como para ennegrecer los paisajes con tintes malsanos y obscenos. La cinta se conserva como un deleite para los sentidos, gracias a su escenificación preciosista, a la vez que minimalista. Matsumoto construyó así una especie de obra teatral de kabuki fragmentada en varios actos diferenciados todos ellos por unos diálogos de texto que anuncian el arranque de los mismos, transmutando el entorno formal en una representación del infierno, a lo que contribuye una iluminación perfectamente planificada para inquietar al espectador potenciada con toda una serie de artificios como rebobinados, ralentíes, repeticiones alienantes de la misma escena, juegos temporales que muestran el mismo espacio en tiempos distorsionados, bifurcaciones escénicas, ensoñaciones infectadas de un hilo de terror inmoral y finalmente una fotografía muy sensual, siendo el aspecto visual clave para lograr un hechizo severo en el espectador.

En este sentido, Pandemonium supo transgredir los límites convencionales, contaminando su perfil con una trama que conjuga el clasicismo del pretérito teatro japonés con la ruptura divergente propia de la mirada de un outsider siempre dispuesto a desquiciar. El film se beneficia de un tono subversivo magnético de aromas sádicos que supone todo un ejercicio de estilo naufragando en unos terrenos farragosos que no renuncian a izar una perversa moraleja acerca del tormento que persigue a aquellos que se dejan vencer por sus debilidades, caligrafiando una parábola muy sutil y desgarradora gracias a la mezcla de experimentación y poesía. Una película turbia, elegante y retorcida que hinca el diente en el imaginario siempre fascinante de ese maestro del cine maldito que fue Toshio Matsumoto.

Escrito por Rubén Redondo

 

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