Samsara (Lois Patiño)

Samsara de Lois Patiño representa un logro no solo para nuestro cine, sino para el cine en su totalidad. La nueva película del director gallego tiene como punto de partida el concepto de la nada o lo invisible, similar a la intención que tuvo Gustave Flaubert en su época, aunque nunca se atrevió a terminar el proyecto.

Lois Patiño, a pesar de contar con recursos modestos, como es común en el cine más cuidado, radical y libre de nuestro país, muestra valentía en su puesta en escena, tal como ha expuesto en sus trabajos anteriores. Por ejemplo, en su último cortometraje, El sembrador de estrellas, se filma a partir de los reflejos en el agua de las noches de Tokio y, aunque no explícitamente, sirve como punto de partida y referencia para su nueva película, ya que se intuyen unas intenciones similares en su trasfondo.

Samsara se estructura en tres partes aparentemente inconexas, pero con el propósito de explorar el concepto de lo invisible o inmanente. Y, claro está, como bien sabemos, no es posible trabajarlo sobre la imagen, pues son de naturalezas distintas, pero aun así el director nos convence en su trasfondo y puesta en escena.

La primera, ambientada en el sudeste asiático y con un tono más narrativo, comienza en una aldea donde una anciana está a punto de fallecer. Según la tradición local, antes de su muerte, debe leer el Libro tibetano de los muertos. Lo curioso es que no puede hacerlo ella misma, sino que siempre debe ser otra persona, ya que el valor de la alteridad sigue siendo hegemónico en ciertas culturas. Aunque en la nuestra se haya perdido desde hace tiempo.

La película continúa esta historia en su primer segmento. Sin embargo, tras el fallecimiento de la protagonista, donde se esperaría una ruptura, se abre otra brecha aún más profunda que la propiamente narrativa. Lo que sigue es el tránsito de reencarnación de la anciana en una segunda parte con un formato que, hasta ahora, nunca se había visto en la gran pantalla por su capacidad expresiva, pero a partir de su propia anulabilidad.

Es decir, en la película, al igual que en Persona de Ingmar Bergman, la pantalla se quiebra, queda herida y muerta. Esta se queda a oscuras y se nos pide como espectadores que cerremos los ojos. El hilo narrativo desaparece y la cuarta pared se abre, no solo a través de una mirada, tal y como hasta ahora estábamos acostumbrados, sino mediante una conciencia organizadora, como si se tratara de un demiurgo.

Y a partir de entonces, con los párpados cerrados, comienza un viaje de más de un cuarto de hora, psicoactivo, en el que entendemos que, al igual que la anciana, seguimos el viaje de su alma. Diferentes colores nos envuelven, sonidos primitivos, rítmicos y tribales nos transportan de un rincón de nuestra conciencia a otro. Como si nos hablara un chamán, poco a poco, y tras el mareo inicial, comprendemos con cierta claridad no solo la historia de la película, sino también la naturaleza del cine.

El último tramo, inesperado, nos sumerge en el corazón de la humanidad, llevándonos de regreso al continente olvidado del que todos provenimos, gracias a la visión de Patiño, específicamente en Zanzíbar y en una comunidad de mujeres dedicadas al cultivo de algas. Aunque al principio parezca que el alma de la anciana ha sido reencarnada en el cuerpo de una niña, al final comprendemos que lo ha hecho en el cuerpo de una pequeña y delgada cabra. La película busca la unidad y la universalidad, instándonos a trascender el antropocentrismo y contemplar el mundo como un solo punto donde todo converge. No hay diferencias, solo la unidad descrita por los antiguos pitagóricos, olvidada en la actual pluralidad fantasmagórica.

Aunque las tres partes difieren narrativamente, también lo hacen en su puesta en escena y estilo de filmación. Mientras que la primera tiene una tonalidad más acuática, como si hubiera una débil bruma en la imagen, la segunda carece de ella y la tercera es áspera y seca, como el paisaje en el que se graba. Y no es una casualidad, pues el director gallego filma junto a dos directores para marcar aún más la apuesta.

Lois Patiño, desde su trabajo en Costa da Morte hasta sus obras más recientes, se ha establecido como uno de los referentes más destacados de nuestro cine. Se acerca a un nivel de virtuosismo metacinematográfico similar al del maestro Víctor Erice, aunque con diferencias en su forma de expresión, por supuesto. Se augura que, al igual que el director vasco, Lois Patiño será uno de los directores más destacados de nuestra historia cinematográfica en el futuro, si es que no lo es ya en nuestro presente. Su estilo, forma y puesta en escena, radicalidad y mensaje son necesarios ahora más que nunca.

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