Rimini (Ulrich Seidl)

La gran belleza desde los bajos fondos

El último largometraje del cineasta austríaco Ulrich Seidl, Rimini, que ha estrenado en festivales al mismo tiempo que la controvertida Sparta, se configura como una crónica de perdedores que termina por quitar el aliento, y que incluye una de las vueltas de tuerca más sorprendentes de su filmografía. Esto es, una de las películas más destacadas de la temporada.

El director de Import/Export encara la brillante Rimini desde la lógica del pos-humor. No hay comedia sin que encubra un alto grado de tristeza, ironía o depresión. Como suscribe Zygmunt Bauman, la posmodernidad es la modernidad que se psicoanaliza para terminar aceptando su propia imposibilidad. En ese sentido, los planos frontales que el director idea siguen siendo la antítesis de la vivacidad y la inocencia de Wes Anderson, en un seguimiento que se le realiza a un cantante frustrado y en horas bajas. Hay una pátina de profunda desesperanza en ella, es una película que quiere ser disfrutada y a la vez lamentada. Una especie de caricatura de un personaje que deviene demasiado humano ante nuestros ojos. Éste, interpretado maravillosamente bien por Michael Thomas, transita por escenarios vacíos, claras prolongaciones físicas de su vida echada a perder y sus despreocupaciones. Es un alcohólico empedernido y piensa que a través de sus actuaciones en directo se gana la confianza de la alteridad, cuando realmente sus oyentes se postran ante él porque no tienen nada mejor con que pasar el tiempo. Esta difícil coyuntura dota a Rimini de un carácter sombrío y repetitivo que no hace sino otorgar capas de complejidad y puntos de fuga. Seidl, tras su trilogía Paraíso y tras documentales ficcionados como En el sótano, ha logrado fabricar una película extremadamente depurada y apuntalada por una interesante estética.

El film está planteado desde la confrontación sentimental y el espacio posmoderno. Ha sido la serie norteamericana Breaking Bad la que ha instalado en el imaginario contemporáneo la idea de que espacios como las gasolineras, las calles desiertas o los estacionamientos devengan lugares de pérdida irreversible y desolación, de fantasmas y hauntologías, en el sentido “fisheriano” del término. Rimini trabaja con astucia desde esta tradición, y también desde la idea de no lugar, como estudia Marc Augé. De hecho, Rimini parece que acontezca cuando la fiesta de Nieva en Benidorm, de Isabel Coixet, ha concluido. Las imágenes del hotel totalmente vaciado y de la playa sin bañistas proporcionan una árida y agridulce noción de algo que se ha desgastado y erosionado. Tragedia y divertimento se entremezclan para dar paso a un retrato cuya imagen capital es el protagonista entonando melodías a jubilados, circunstancia que va retomándose de acuerdo con las derivas de la trama y desde distancias de cámara distintas. Este tratamiento del espacio exterior, neblinoso e invernal, y el acercamiento tangencial a la espinosa cuestión de la inmigración, también son una rotunda apuesta visual y temática que barniza la cinta, que no deja títere con cabeza.

Al final, el cineasta nos dice, con una extraña y muy emotiva secuencia de cierre, que no malgastemos la vida y que amemos a nuestros padres, pero siempre desde su mirada empeñada en escarbar en nuestros vicios, sexuales y mundanos. Seidl siempre nos educará a la hora de mirar las carencias del otro. No para comprenderlo, sino para que nos entendamos mejor a nosotros mismos y adquiramos conciencia de nuestras rarezas, defectos y fetiches.

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