R.M.N. (Cristian Mungiu)

La última película de Cristian Mungiu, uno de los directores más destacados de la Nueva ola rumana, es un denso drama sobre los conflictos que se dan en un pequeño pueblo situado en la zona de Transilvania. La historia sigue a Matthias, quien tras renunciar a su trabajo en Alemania vuelve al hogar que dejó y trata de reconstruir la relación con su hijo Rudi, quien se quedó a cargo de su madre. Incapaz de hacerlo, se acoge a sus relaciones esporádicas con su ex-novia Csilla, quien tiene sus propios problemas derivados de la gestión de la panadería que regenta y la presión de un pueblo enormemente xenofóbico que no puede soportar la idea de que contrate a empleados extranjeros.

El personaje principal de R.M.N. no es precisamente un dechado de virtudes. Un tipo rudo, machista y lleno de ideas muy tradicionales sobre la educación, de quien se nos llega a señalar que tuvo un pasado maltratador. Al mismo tiempo, es un hombre apocado que no logra avanzar en su vida, hipócrita en su doble vara de medir tratando de erigirse como un apoyo emocional para Csilla cuando alberga el mismo odio irracional a sus empleados que cualquier otro habitante del pueblo; en resumen, no es alguien con quien resulte en absoluto agradable compartir el punto de vista de la narración. Pero es que la cinta no tiene ninguna intención de resultar cómoda al espectador. De hecho el “refugio” moral de Csilla es casi peor: una falsa capa de bondad y tolerancia como imagen corporativa de una empresa que lo que quiere es pagar una miseria a sus empleados y que encuentra en los extranjeros inmigrantes un filón; la cuestión es que ella probablemente cree que está haciendo algo bueno y desinteresado.

Porque sí, la escena de la asamblea es un pasaje particularmente difícil de ver por el odio y resentimiento que rezuma ese espacio reducido, con los vecinos soltando todo tipo de barbaridades fascistas, un racismo recalcitrante, cruel y lleno de verdaderas sandeces alarmistas, cuyos argumentos todos conocemos y cada vez tenemos más presentes en el discurso político habitual. Pero, sobre todo, es difícil de ver porque conscientemente la película no elabora una réplica. Qué respuesta convincente va a haber, si la empatía de Csilla está definida en términos de explotación a sus empleados, o si el ecólogo francés no es capaz ni siquiera de identificar el odio y la discriminación en su propio país. Mungiu representa en una sola y exasperante secuencia las debilidades de un proyecto europeo en el que las realidades socioeconómicas manifiestamente distintas entre sus Estados miembros generan un caldo de cultivo muy peligroso. Se mete el dedo en la llaga de la xenofobia en las sociedades húngara y rumana, y la penetración de la parafernalia discursiva de la extrema derecha en una población resentida y desconfiada, pero no se obvia la influencia de las desigualdades dentro del seno de la UE y la sensación colectiva de abandono que se tiene en los países más desfavorecidos de la organización.

El microcosmos que refleja Mungiu en ese pueblo radicalmente xenófobo, orgulloso de haber “expulsado” a los gitanos y abocado a discursos conspiranoicos sobre el tránsito de epidemias y el gran reemplazo, es desolador en cuanto a que no deja títere con cabeza. La ruindad de sus habitantes y su violencia verbal —y fïsica en más de una ocasión— unida a la complicidad de unas autoridades morales y gubernamentales completamente entregadas a ellos, generan un ambiente irrespirable en una cinta ya de por sí cargada de hostilidad. Pero el discurso alternativo, el inclusivo y esperanzador, no logra articularse y esto sucede porque o bien está cargado de hipocresía corporativa o bien es incapaz de conectar a un nivel emocional con unos habitantes que asocian los valores de tolerancia europeos con la actitud de superioridad moral de quienes identifican como sus opresores históricos.

R.M.N. dura más de dos horas y en ellas son muy escasos los momentos de relajación y comodidad. Es una experiencia apropiadamente gris, tanto en una estética llena de colores apagados en un invierno permanente como en la descripción narrativa y visual de unos personajes apocados que sólo encuentran su energía canalizada en los pensamientos más negativos y resentidos. No hay humor, no hay complicidad y probablemente esta situación pueda resultar excesiva y algo agotadora, pero a mí personalmente la película me resultó sorprendentemente ágil. Creo que Mungiu es capaz de sugerir multitud de ideas e hilos muy interesantes con gran elocuencia, en particular con la complicada relación de Matthias con su pasado y los intentos de inmiscuirse en la crianza del hijo que abandonó, que reflejan su comportamiento torpe y retrógrado a una escala menor pero igual de contundente que la que se observa en el pueblo (aquí también hay un extraño que “amenaza” la integridad de su hijo), con la salvedad de que es su visión de las cosas la que guía gran parte de la cinta y complica aún más la posición ética y emocional del espectador. El resultado de todo ello es una obra incómoda y difícil de ver, pero con una perspectiva radiográfica demoledora y nada complaciente.

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