La alarma despertador del móvil de Angela (Ilinca Manolache, estelar), suena antes de las seis de la mañana. ¿Acaso hay algo más representativo de la clase trabajadora que la violencia del capitalismo interrumpiendo la dulzura del sueño para, acto seguido, de improvisto y mediante una patada en el trasero del proletariado, enviar a una persona a ese invento demoníaco que llamamos puesto laboral? Hay films que deberían ser libros. O ensayos sociológicos. Uno de esos escritos gamberros pero profundos de la talla de Slavoj Žižek. O, directamente, un manifiesto anarcosocialista (un concepto “oximoroníco” pero que de bien seguro haría sonreír como mínimo un poco a Radu Jude). En No esperes demasiado del fin del mundo, empezamos con el pie izquierdo: testimoniando el nacimiento de una ardua, fatídica, esquizofrénica y visceral jornada de trabajo. Si los nazis ironizaban salvajemente con el «Arbeit macht frei» (cuyo mensaje colgaron a las puertas del infierno en Auschwitz), el cineasta rumano opta por utilizar toda la literalidad de la vida, la rutina y el desasosiego para granjearse una denuncia tan hilarante y divertida, como certera y puntiaguda. Una ópera híbrida, que pivota entre la comedia, el falso documental y la ‹road movie›, y que se compromete por partida doble: primero, con esa idea contestataria que parecemos haber olvidado de que el trabajo dignifica. Ni dignifica, ni salva, ni sirve como catarsis ni liberación. El trabajo destruye, limita y coacciona cualquier muestra de creatividad, voluntad o rastro de felicidad humana, como le pasa precisamente a Angela (repito de nuevo: Ilinca Manolache, estelar), que trabaja como ayudante de producción buscando personas que hayan sufrido un accidente para un reportaje de seguridad laboral. Haciendo prácticamente malabares para no accidentarse a causa del estrés que le resulta ese bucle tóxico al que se ha visto involucrada, Angela aúna las características del peón aplastado por el exceso, el abuso y la explotación de una sociedad ofuscada. Carne de un liberalismo cada vez más voraz, caníbal y depredador. A lo largo de sus (muy fugaces) 163 minutos, la protagonista entrevista, filma, organiza y asiste a reuniones por doquier. Al mismo tiempo, se permite el “lujo” de detenerse para engullir un kebab, encontrarse brevemente con su madre o echar un polvo con su amante de camino al aeropuerto. Básicamente, Angela persigue a gente y Jude la persigue a ella en sus trayectos, a través de una Bucarest sísmica y hostil (la ciudad como jungla), como en su momento hizo Abbas Kiarostami con su conductora en Ten (2002).
En esa búsqueda de ese ‹casting›, entre pausas, llamadas telefónicas, discusiones de tráfico y encuentros personales efímeros (una diatriba a la furiosa sociedad líquida, timoneada por altos índices de depresión, el amor fugaz y las febriles relaciones ‹blitzkrieg›) No esperes demasiado del fin del mundo sucede en su mayor parte en el vehículo, en una suerte de cubículo de hierro y chapa que en su momento supuso un avance tecnológico revulsivo y hoy, sin embargo, asume el rol de oficina rodante (es decir, de prisión) para miles de trabajadores. La trama se bifurca dando lugar a la exposición de otra línea temporal, esta vez anclada en el pasado, en los ochenta, donde veremos a una joven taxista recorriendo la Bucarest corrompida de Ceauşescu. Estas imágenes pertenecen a Angela merge mai departe, cinta de Lucian Bratu (1981), y cuya actriz ha repetido papel, cuarenta años después, para encarnar al mismo personaje en consonancia con el de la película de Jude. Este maravilloso, casi milagroso, juego de espejos, a modo de desdoblamiento, sirve para expresar que, no obstante la distancia entre décadas, las cosas no han cambiado demasiado, no al menos para mejor. Ni para las mujeres, ni para los inmigrantes, ni para las clases más humildes, ni tampoco para los habitantes de un país parcialmente erigido sobre toneladas de corrupción y totalitarismos abusivos, una nación perteneciente, primero, a la escarcha soviética y ahora, a una Europa en crispada decadencia. Y para reflejar esto último, el filme se postra en diferentes escenas que quedarán grabadas en nuestra retina. Por ejemplo, además de tensión y humor, escucharemos desternillantes soliloquios de Bobita, el ‹alter ego› “instagramizado” de Angela, que concentra el perfil adulador, grotesco e ‹incel› que vemos sin cesar en redes sociales, sacando a relucir las vergüenzas de una extrema derecha imperante en los grandes gobiernos y en TikTok. Es aquí donde Rude, este Kusturica contemporáneo, mira alrededor de su presente más cercano y aprovecha su espacio cinematográfico para ridiculizar con elegancia pero sin tapujos a aquel sector de personas más casposo, xenófobo, sinvergüenza y reaccionario.
En esa misma línea, la trama suministra otros ‹momentums› para colgar en el salón, como el cameo de Nina Hoss encarnando a Doris Goethe, alto cargo de la empresa que hace el encargo a la productora para la que trabaja Angela, y pariente directa del literato germánico y universal; o el de Uwe Boll ofreciendo una desvergonzada caricatura del director de cine de género, engreído, agresivo y excéntrico (que se interpreta a sí mismo ya que, en 2006, Boll retó a varios críticos con sus películas a un combate de boxeo). Además, este festín está minado de referencias políticas, como por ejemplo, ese satírico comentario dirigido al populista primer ministro de Hungría, Viktor Orbán, o el ataque constante a una Rumanía fallida (con una de las poblaciones más pobres de la Unión Europea). Una secuencia de cuatro minutos que honra con imágenes de cruces de obituario, las muertes que han tenido lugar en una carretera peligrosa (aprovechando, por qué no, la ocasión para denunciar el mal estado de las infraestructuras estatales). O una escena final que contrapone la creación artística, el circo del ‹show business› gobernada y dirigida por las grandes y volátiles corporaciones y los espectadores, que asisten a este teatro ‹burlesque› que es la vida, dando todo el sentido del universo al título del film, extraído un aforismo del polaco Stanisław Jerzy Lec, tan gráfico e incisivo, que no hace falta ni que nos detengamos a estudiar. De modo que, insisto, el prolongado metraje no solo se ve sobradamente justificado, sino que inclusive resulta corto.
Hay tantas, pero tantas maneras de describir la última y jocosa genialidad gamberra de Jude que es muy difícil ajusticiar con críticas, análisis, escritos o interpretaciones. Esta película es una carrera de fondo, una absoluta estampida de gags que no caen en la “sketchización” insubstancial ni ligera, gracias a una trama resolutiva y libérrima, que progresa sin necesitar mucho más que la inventiva, la propuesta estética multiformato, la caracterización de unos personajes carismáticos y efervescentes que caen inevitablemente en gracia y, finalmente, la habilidad hiperactiva de su director y guionista. Rindámonos ante esta epopeya postmoderna que se ríe, precisamente, del intelectualismo deprimente y de la futilidad del raciocinio privilegiado que la clase burguesa emula desde sus butacas de tapicería cara. Ya le gustaría a más de uno tener un mínimo de la decencia, el respeto y de promover el mensaje que contiene No esperes demasiado del fin del mundo. Estamos ante un ejercicio exasperantemente bizarro y titánico, contradictorio y profundamente humano y que, lejos de elevarse a las nubes de librepensadores y otras hienas culturales, baja al barro y se unta con él. Jude es una especie de figura luterana, un traductor de ideas que transmite y democratiza el nuevo mundo de las viejas ideas. Hace que nos enfademos desde nuestras pantallas mientras nos hartamos a reír, aún sabiendo que lo hacemos a expensas de nosotros mismos. La acidez cáustica de su mirada consigue conmovernos, entretenernos y estimularnos, a la vez que logra canalizar esa rabia canina que sirve como contrapunto para un sistema que día a día nos empuja a la trituradora del mercado. Ahí, solo ahí y desde ese prisma, es donde el cine puede revolucionar. Esa ha de ser nuestra guillotina. En un momento dado, Angela (protagonista absoluta, que masca chicle, reflexiona y escupe-tacos a destajo) espeta a un botones de hotel llamado Vladimir: «No puedo seguir así», a lo que este replica: «Eso es lo que tú crees». Si, ahí mismo, en esa línea concreta del ‹script›, no hay toda la camaradería y comunión de clase del mundo, que baje Marx y me lo explique. Así es el alumbramiento de Jude: divertido y al mismo tiempo dolorosamente acertado; humilde y cruel; absurdo y maravilloso; burdo, ridiculizador, autoparódico y lúcidamente transparente.