Mi piel, luminosa (Nicolás Pereda)

Actualmente hay una corriente en el cine narrativo que es como un “realismo onírico”. Este se encuentra en la obra de realizadores como Carlos Reygadas, Andrea Bussmann, Teddy Williams o Apichatpong Weerasethakul, donde situaciones que están elaboradas con una verosimilitud propia de la realidad (a veces directamente documental) paulatinamente se deforman o desdoblan en una materialidad inconsciente que nos aliena y nos sumerge como espectadores en un caldo metafísico, donde las trágicas verdades apenas son capaces de asomar, o directamente se diluyen en medio del ritmo translúcido que las transforma en un cuerpo sereno donde los personajes y momentos trascienden… o más bien se dilatan y expanden en un nirvana inconexo, porque en parte lo que se posa detrás de las imágenes sigue siendo una realidad trágica o dolorosa. Hay mucho de esto en el trabajo de Nicolás Pereda, donde lo que arranca como (y es en gran parte) un documental sobre el vivir cotidiano de una escuela rural en una región de México, a la larga se evade de la representación de lo real evaporándose en una reflexión sobre la alteridad imposible.

Matías es el nombre que constantemente se repite y cuya M aparece marcada de manera notoria en una de las aulas, el niño que se fue a vivir a Canadá donde al volverse blanco enfermo, tuvo que volver para ser de nuevo el mismo; este niño es el pensamiento que atraviesa a los otros, a los pequeños estudiantes que ven pasar los días mayormente en alegría, a pesar de las condiciones precarias de las instalaciones con las que conviven, y de la portentosa naturaleza que los rodea y amenaza con colarse y apropiarse de cada grieta.

Los niños experimentan la realidad de manera genuina, con la solemnidad que les brinda la inocencia. Será la voz del narrador la que se encargara conectar esta realidad documental con el relato del escritor Mario Bellatin (quien también participa en el filme); a través de sus palabras, los gestos de los niños adquieren un nuevo significado, se vinculan a una historia que no les pertenece y que los abstrae de su corporalidad, como si se volviesen espíritus que ya no representan su ser sino el rastro del ser, el cual se perpetua más allá del instante.

Hay una escena en especial reveladora (a pesar de que en ella apenas hay acciones) y es el momento en que unos sujetos vestidos con trajes de bioseguridad recorren los montes que rodean a la escuela; este tipo de trajes solo se usan en emergencias sanitarias o para atender procedimientos judiciales que involucren el recaudo de material probatorio susceptible de ser contaminado, como es el del rastro de cadáveres o prendas de desaparecidos. En Mexico a día de hoy se vive en una normalidad atípica con respecto a las demás sociedades, gran parte del país ha aprendido a convivir y naturalizar la violencia que los rodea, se han sociopatizado a fuerza de ver noticias sangrientas y escuchar anécdotas de conocidos asesinados, desaparecidos o incluso presos, pero donde la sociopatía golpea con más fuerza es en la identidad de las nuevas generaciones, que conviven en medio de la crisis totalmente ajenos a ella, incapaces de identificarla, porque para ellos no es una crisis, es solo como el mundo es y cómo los ha enseñado a ser.

Películas como esta a veces me parece que son fruto de la resignación, la manera que poseen los autores de sacralizar las vidas del común que no tienen escapatoria, que mas allá de la pantalla están condenadas, pues al final de los ritos el personaje de Matías supuestamente vuelve y se congratula frente a sus amigos, pero de su vuelta solo queda la imagen de una reunión silenciosa de sombras incógnitas que, ajenas al relato, susurran entre sí palabras que no se alcanzan a oír.

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