Madre e hijo (Aleksandr Sokúrov)

El arte en la despedida

Te interesas por una película por el apego a su director. La buscas, la encuentras, la consigues, pero intuyes que va a calarte más de lo habitual y optas por dejarla reposar un tiempo para decidirlo despacio. Tanto, que puede pasar un año para animarte de repente, en un arrebato. Qué fuerza no tendrá determinado tipo de cine que el arrojo se desmorona entre pisadas de certeza que necesitan caminar más. Porque hay historias en el cine, y luego están las historias de verdad, las esenciales.

Un primer visionado con mirada cauta y parapeto que sucumbe a la fascinación. Silencio. Asimilación. Acudir a ella de nuevo al tiempo con la idea de osar describirla —en un principio expresándolo con ingenuo entusiasmo— para, al menos, poder verbalizar la conmoción que me ocasionó. Imposible. Inabarcable cuando intenté abrazarla. Hielo en las manos, incapaces e inútiles. Analfabetas de escritura ante esta obra de arte de Sokúrov y entumecidas para abordar estos escasos acontecimientos que se producen en la Historia del cine y que tendríamos que contemplar solitarios como ante un cuadro en un museo. Hoy me lanzo —tropezando entre inconsciencia y falsa valentía por el estado de aturdimiento— a dedicarle mi espacio.

Porque Sokúrov —maestro de la metáfora visual, hacedor estético de lo imposible–, es bastante inabordable en ocasiones y asomarse a su poso pictórico, histórico, literario o fónico, deviene una experiencia tan árida como fascinante, tan densa como subyugante. Compositor de unas de las formas visuales más arriesgadas y sugerentes que he visto en el cine contemporáneo; explorador de tierras oníricas, distorsionadas, vacilantes. De tan oscuras algunas, que acarician lo sórdido, casi obsceno, como en esa insania seductora de Fausto (2011), o ese descenso a un espacio líquido, irrespirable, cloaca de una sociedad que se derrumba en Páginas ocultas (1994). Pero también artífice de epatar con el fastuoso colorido y exaltación visual del plano secuencia de El arca rusa (2002), una epopeya deslumbrante. Y acabar con su excelente y sugestiva última película hasta ahora, Fairytale (2022), fusionando personajes históricos que resucitan y conversan como Hitler, Mussolini, Stalin o Churchill, con influencia de obras pictóricas de su venerado Hurbert Robert, Gustave Doré, o Brueghel, sumergidas en un ambiente dantesco irremediablemente arrebatador, a la vez que pesadillesco y bizarro; atravesado por unas formas visuales digitales insólitas.

La relación de Aleksandr Sokúrov con el cine es singular. De un director tan prolífico y con entidad propia —con contornos en su estilo concurrentes a Tarkovski, pero que ha adquirido una autonomía plástica y conceptual inmensurable—, sorprende que se dirija a contracorriente en su oficio. Tras unas declaraciones de hace muchos años en las que lo consideraba arte en ciernes y deudor en gran medida de la pintura, quizá le podríamos definir como un pintor cinemático, un innovador que camina en un arte exclusivo, en una frontera pictórico-cinematográfica con coordenadas y perspectivas de las que se adueña rotundamente. Un cine salido de una óptica en la que la distensión y “elasticidad” de la imagen le reconcilian con la mucho más anciana y sabia pintura.

Porque esta película es esencialmente pictórica; tanto, que el director quiere desligarse de lo puramente cinematográfico; huir de su búsqueda constante de tridimensionalidad reduciendo a un lienzo plano para derramar en él lo esencial. “Traicionar” elementos inherentes al cine que tratan de plasmar la realidad como la profundidad, los volúmenes, el movimiento, vocación de visualizar la genealogía de este arte. Provocar un diálogo constante entre pintura y él, quedando patente, en su opinión, la supeditación del cine a ésta. Una especial conexión en la que ya, siglos antes, existió anticipadamente la necesidad de solapar capas, imbricar distintos planos, provocar la ilusión del dinamismo, de la profundidad de campo, incluso de hablar con distintas secuencias. Elementos que recogería el cine, estudioso de la pintura, tal como reflejaría Serguéi Eisenstein en su admiración a lo cinematográfico de la obra de El Greco, por ejemplo.

¿Por qué renunciar a ello por parte de Sokúrov? Con el objetivo de que todos y cada uno de los planos constituyan un cuadro (muy común en su cine), con un cromatismo deudor de Caspar David Friedrich, del romanticismo alemán, de Rembrandt. Producir con sus largos planos secuencia, apenas con un imperceptible movimiento de cámara, un estatismo pictórico, un deleite en su belleza plástica casi sin diálogo, salpicada por una gran variedad de sonidos, una constante en su cine. Trenes, pájaros, pasos, respiración profunda, lamentos, susurros, palabras de consuelo, truenos, viento, ondas en el trigal. Variables del sonido que resuenan en distintas y envolventes vibraciones, diegéticas en sí mismas, independientes de la imagen. En esta historia son más protagonistas los ruidos que los diálogos en muchas ocasiones, adquiriendo la forma de metonimias sonoras de la más honda emoción.

Una genial combinación en una película “antiacción”, muy radical, en la que no ocurre nada y ocurre todo; en la que cada escena de interior y exterior dilatada, distorsionada y “aplastada” con su especial lente duele, hiere con aguijón invisible. Una narración suspendida en el tiempo, con atmósfera flotando en lo irreal por esa paleta de colores sepia, pero también por los subidos de tono en lo dorado y místico en algunos momentos. Con sólo dos personajes (una madre agonizante y su hijo) y dos espacios, ocurre el milagro: el de la vida y la muerte, el de la naturaleza eterna y hermosa en su desconsuelo. El de la inversión de papeles de quién cuida a quién, de expresar como nadie el proceso de despedida, del disfrute de un último paseo en la naturaleza. De yacer en los brazos adecuados, de apagarse con miedo e incertidumbre.

Me resulta inevitable describir la delicadeza de algunas escenas, la “bella” devastación de otras. La levedad del cuerpo de la madre frente a la corpulencia del hijo que la sostiene; apoyarse en un abedul para no desplomarse de desolación o la distorsión del plano final que provoca un precipicio impresionante —enérgica y poderosa reproducción plástica del dolor—, en ese camino hacia el bosque tras lo insoslayable. Porque Sokúrov coloca ante nuestros ojos lo que imaginamos de nosotros mismos con una fulgurante identificación y tratamos de rechazar con escalofríos. Crea, con insondable y sencilla a la vez impresión, la imagen del último momento, la primera quietud. La belleza de morir abrazados. La eternidad.

Cine, puro cine.

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