Construcción por acumulación
Hay dentro de Los tortuga toda una serie de posibles películas esperando para hacerse imagen sobre la pantalla, palpitando bajo el corsé hiperveloz con el que Belén Funes envuelve y asfixia cada una de sus secuencias hasta volverlas completamente inexpresivas, hasta vaciarlas de sentido y convertirlas en una afectada crisálida hueca, en un esbozo interminable que nunca encuentra el espacio ni el tiempo para problematizar verdaderamente la realidad sobre la que planea. Hay en Los tortuga, además de una pulsión acumulativa que, en principio, debería obligar a la directora a comprimir las líneas dramáticas del relato, un impetuoso deseo de acercarse a los rostros de sus personajes para capturar hasta el más mínimo gesto facial que exprese, matice o desvele una emoción subterránea. Se produce, así, una extraña paradoja, puesto que Funes confronta la necesidad sustractiva, casi ascética, que se presenta como imperativo innegociable debido a la corta duración de la película, con unos movimientos desbordantes y desbordados, con una puesta en escena con tendencia al gusto por lo tangencial, con la que pretende abarcar una amplia serie de núcleos dramáticos que, sin embargo, terminan solapándose y fundiéndose en un sonido impreciso que apenas consigue ir más allá de la superficie de los hechos que narra.
La directora no construye el discurso de la película desde la médula, desde la acción esencial, sino que busca capturar cada gesto visceral y cada estallido emocional de forma directa para trazar con ellos una genealogía del dolor de sus protagonistas. El problema es que el naturalismo desde el que pretende capturar dichos gestos está cimentado sobre una noción impresionista del montaje que no termina de funcionar, tanto por la velocidad con que se suceden los cortes como por la ausencia de un sentido concreto que los motive. Funes cambia de plano —en algunos momentos sin que se puedan apreciar diferencias sustanciales en cuanto al tamaño del encuadre o la angulación entre uno y otro— sin que haya una necesidad orgánica dentro de la escena que lo requiera; tampoco existe un sentido semántico, sensorial ni discursivo: el encabalgamiento de las imágenes no viene acompañado de una asociación de ideas, de un ímpetu por indagar en la realidad retratada, ni favorece un acercamiento más físico o íntimo a los personajes.
De hecho, el montaje frenético anula en muchas escenas el sentido de cada plano, impidiendo que adquiera verdadera vida y cercenando su voz y sus posibles ramificaciones dialécticas. El ejemplo más claro se encuentra en el prólogo: la filmación de una larga secuencia en la que los personaje recogen las aceitunas de sus olivares no funciona sino como una mera ilustración de dicho proceso, debido, en gran medida, a la inexistencia de una brújula que ordene la puesta en escena: a veces la cámara se fija en los movimientos de los trabajadores, a veces intenta capturar los efectos de los esfuerzos físicos tienen en sus cuerpos, a veces se acerca a sus rostros buscando comprender las relaciones que subyacen bajo sus cruces de miradas, a veces enfatiza el carácter crepuscular de la luz en su esfuerzo por destilar un lirismo banal y superfluo. No hay un propósito claro que permita que la puesta en escena trascienda un costumbrismo superficial para capturar la complejidad de la situación y, al final de la película, nada se sabe de la vida de esos recolectores de aceitunas, de sus ansias, deseos, angustias o condiciones laborales.
Al final, la secuencia colapsa debido a la multiplicidad de caminos que Funes comienza a explorar en un espacio temporal tan corto y, sobre todo, al ritmo frenético al que lo hace; y la única sensación que termina transmitiendo es la de que le sobran muchos planos o de que a cada plano le falta bastante tiempo para gestar una posible idea. Lo mismo sucede en el cómputo general de Los tortuga: sus buenas intenciones se traducen en un heterogéneo y alambicado escalonado narrativo en el que muy pocos elementos llegan a alcanzar la hondura requerida. La construcción por acumulación que propone Funes se viene abajo debido a la velocidad con que han sido empastados sus materiales y al poco tiempo que se le ha dedicado a su elaboración, y las múltiples posibilidades y significancias en las que podrían haber estallar sus imágenes se devoran a sí mismas en su intento por sobrevivir.