La hija de un ladrón (Belén Funes)

Una cámara inquieta y un montaje conciso y ágil capturan el día a día de Sara (Greta Fernández) en La hija de un ladrón. Belén Funes sigue a una joven veinteañera inmersa en una profunda soledad, que vive en los márgenes de la sociedad. Con un bebé y cuidando de su hermano pequeño —procurando mantener un trabajo en condiciones laborales penosas y viviendo en un piso concedido por los servicios sociales—, el reencuentro con su padre recién salido de la cárcel es lo último que necesita para mantener la estabilidad que busca. No sabemos cuál es el historial en detalle entre ambos, pero su distancia y frialdad en el trato permiten multitud de interpretaciones en función del bagaje y las vivencias de cada espectador. Sara es uno de esos personajes auténticos y cercanos cuyos problemas permanecen invisibles para la mayoría. Lo que esconde el término “precariedad” es mucho más que una mera definición socioeconómica de una porción nada despreciable de entre todos nosotros. Cada caso individual es único y valioso a nivel humano y la directora trata a su protagonista como alguien concreto. Así busca los vínculos con la realidad al mismo tiempo que evita su instrumentalización a modo de símbolo al servicio de un discurso genérico o prefabricado.

La contención impregna el relato y la interpretación de Greta Fernández, aunque un dolor y desesperación soterrados se puedan vislumbrar en ella en todo momento. Mientras tanto mantiene como puede sus esfuerzos por crear una familia con los mínimos recursos y tiempo de los que dispone. Nadie la llama por teléfono, dice a su padre (Eduard Fernández) en un desgarrador instante desbordante de honestidad, que es uno de los pocos en los que deja que se revele su profunda fragilidad emocional. Los acercamientos, los reproches y las fricciones entre ellos estructuran la narración mientras el punto de vista de Funes sobre ella intenta aportar una mirada comprensiva —y hasta cálida— sobre alguien cuya psicología es difícil de desentrañar. No hay respiro. La acción pasa incansable por la rutina de Sara: sus preocupaciones la mantienen en actitud incansable por conseguir la custodia de su hermano, por cumplir las normas de la casa donde está acogida, por tener un contrato fijo en un trabajo que le de cierta seguridad. Somos testigos de una huida hacia adelante constante que pone a prueba sus límites enfrentándose a un mundo que no da tregua, repleto de indiferencia —cuando no hostilidad— hacia alguien con sus carencias materiales y su falta de apoyo familiar.

La especificidad del retrato de su personaje principal, un desarrollo dramático complejo y repleto de sutilezas y una mirada que mantiene la distancia necesaria para huir del sensacionalismo proveen a La hija de un ladrón de unas resonancias políticas extraordinarias. Es precisamente en el acercamiento delicado de su directora, en la dignidad de la descripción de la situación de Sara, sus deseos y necesidades, donde reside su autenticidad emocional —fijada en una aproximación estética costumbrista—. Algo que permite elaborar un estudio de personaje a la vez que un registro minucioso desde lo naturalista de su contexto. La observación más allá de la fisicidad, que crea una historia singular en sus imágenes, es lo que hace que se eleve como cine social. Porque el film, lejos de dejar en anecdóticas las relaciones personales, las utiliza como punto de contraste con las interacciones burocráticas, con la falta de justicia y la asimetría existente en nuestras estructuras entre trabajadores y empresas. La indefensión, la falta de cuidados, el no saber si mañana tendrás suficiente para comer o un techo y una cama donde poder dormir se transforman casi en la misma identidad de quien lo sufre para lograr su supervivencia. Pero sobrevivir no basta, todos necesitamos al menos la oportunidad de vivir.

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