Los pequeños amores (Celia Rico Clavellino)

La posibilidad de un diálogo

Algunos críticos llevan años empeñados en derribar, con argumentos más que cuestionables, gran parte de las películas españolas dirigidas por mujeres, esgrimiendo unos razonamientos bastante simples y reductivos que no denotan sino las pésimas lecturas que han realizado de dichas obras. Según sostienen estas voces discordantes, no hay muchas diferencias estilísticas ni temáticas entre unas cintas y otras, dado que, por un lado, la mayoría tiene como eje central la vida rural, la familia y el desencanto de las nuevas generaciones; y, por otro, la puesta en escena se construye desde el derrumbamiento de las interferencias por parte de las realizadoras en lo que a iluminación o encuadres se refiere. Es decir, según estos críticos, películas como Alcarrás, Cinco lobitos, Julia Ist, Libertad o 20.000 especies de abejas, por nombrar algunas, coinciden en su ausencia de una propuesta formal distintiva y en su falta de profundidad a la hora de ahondar en las cuestiones que proponen, y son, por tanto, meros retratos incapaces de transmitir nada más allá de unas fotografías en movimiento del presente. Unas premisas parecidas se utilizaron hace unas décadas para tildar a la literatura realista de garbancera en favor de las obras de autores reconocidamente fascistas —Celine, Pound; o, aquí en España, Leopoldo Panero (padre), Dionisio Ridruejo o Luis Rosales—. La estrategia en este caso consistía en desacreditar una literatura comprometida políticamente con la izquierda, justificando que, precisamente, la gran literatura no tiene ideología y que, por tanto, las novelas de Galdós, Max Aub o J. Sender o Chirbes no eran sino panfletos. Algo parecido sucede con las películas de la nueva ola de cineastas mencionada arriba: lo que a algunos les molesta no es tanto esa supuesta ausencia de estética —afirmación, cuando menos, errónea— como los temas que abordan y las perspectivas desde las que lo hacen.

Los pequeños amores, haciendo una lectura muy maximalista, entronca a la perfección con Alcarrás, Cinco lobitos y compañía: situada en el campo, aborda las relaciones maternofiliales y el desencanto de generación ‹millenial› con una sociedad precaria y precarizada desde un prisma realista y en apariencia translúcido. Pero, como en el caso de las cintas citadas anteriormente, los elementos comunes —que son mínimos y a menudo superficiales (¿acaso se meten en el mismo saco todas las películas que muestran las aristas escondidas o inexploradas de las ciudades?)— no impiden ni mucho menos que la obra tenga una gramática propia, personal e intransferible —valga el pleonasmo— que le permita construir una simbología particular, a través de elementos de la vida cotidiana, que utiliza para hilvanar un discurso de verdadera carga emocional de forma sutil y precisa. La película cuenta la historia de Teresa (María Vázquez), una profesora de matemáticas que cancela el viaje que tenía previsto hacer a Estados Unidos para irse a su pueblo a cuidar de su madre (Adriana Ozores), que ha tenido un accidente y se ha roto una pierna y un brazo. Así, durante los días que ambas pasan juntas, sus diferencias, sus conflictos sin resolver, sus silencios secos y punzantes y sus momentos de ternura configuran la atmósfera propicia para que surja la comunicación entre ellas.

Celia Rico diseña el núcleo de Los pequeños amores convirtiendo a cada una de sus protagonistas en la representación de unos valores opuestos que se construyen precisamente desde su antagonismo, y que representan dos formas o actitudes diferentes de ver la vida: una más ligada al pasado y a lo rural; la otra más urbanita y moderna. El diálogo entre ambas parece estar destinado al fracaso desde el principio —y la directora, para mostrarlo, evita encuadrar juntas a las protagonistas, las emplaza en diferentes estancias de la casa cuando tienen una conversación y, las pocas veces que las hace compartir plano, dirige sus miradas hacia diferentes direcciones para que nunca se crucen—, pero poco a poco las disimilitudes de la una se van filtrando en la piel de la otra (y viceversa) hasta que consiguen alcanzar, tocar y hacer vibrar los nervios de la empatía, la comprensión y el respeto; hasta que, en fin, permiten que ambas construyan un idioma propio que les ayude a aclarar los asuntos que ya fuese por pudor, por dolor, o por angustia, no conseguían esclarecer. Por el camino, cuestiones como la desilusión causada por la ruptura de los sueños, la ansiedad provocada por la, ya se ha dicho, precarización de la sociedad, las dudas amorosas, el paso del tiempo o la muerte se acoplan a la perfección en el aparato narrativo de la cinta para terminar de confirmar la rotundidad de su perfección. A través de una puesta en escena milimétricamente medida, que encapsula sin imposturas o barroquismos innecesarios la belleza de una cotidianidad atravesada por la naturaleza, Celia Rico exterioriza las dudas, pesares e inquietudes de sus personajes y los convierte en imágenes verdes de sencillez, capaces de refrescar la mirada del espectador con sus destellos líricos y de enredar en su pupila la maraña de sombras que se oculta bajo los pliegues de lo banal.

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