Los demonios (Philippe Lesage)

Philippe Lesage mira hacia atrás para encararse a la adolescencia (la suya propia, se entiende) con Los demonios. Bien trate de elaborar una fórmula terapéutica según la cual se intente redimir algún pecado, o bien busque simplemente reelaborar retazos de un pasado que no vuelve para compartir así experiencias ya vividas y hacerlas efectivas de nuevo en la mirada del otro, el director del Canadá francés se está refiriendo a un período de la infancia muy concreto: el descubrimiento del entorno como ajeno. Y es que, a pesar de que se descubran una serie de líneas abordadas en la obra, bien podría decirse que todas ellas no son más que ramificaciones de este germen que todo lo cambia. Es así que Lesage nos sitúa ante el deambular de Félix, un niño de aproximadamente unos 10 años que parece encontrarse en el momento exacto en el que comienzas a darte cuenta de que los pilares que te han dicho que eran fijos no lo son tanto. Esto no quiere decir que se vaya un extremo a otro, es decir, de un falso Paraíso que te han relatado a una existencia como puro caos a la que caes como náufrago. Se trata más bien, y así se le quita peso a todo regusto trágico, del primer contacto con la naturaleza engañosa del hombre adulto que siempre oculta cosas. Porque al igual que usamos perfumes para tapar el olor humano y de la misma manera que utilizamos metáforas para disfrazar la realidad referida, puede decirse sin lugar a engaños que el hombre adulto camufla el mundo cambiante y lleno de altibajos bajo un manto de simulacros de estabilidad. Y es así que el Félix que nos retrata Lesage se encuentra en la coyuntura de permanecer mirando hacia este mundo de ilusiones de firmeza a la vez que las situaciones que ya atina a ver con cierta claridad comienzan a sacarle de esa burbuja de la que sentiremos nostalgia de por vida y a la que siempre tendemos. El trance que va de esta fusión con el entorno a la manera en que se lo siente como “otra cosa” es narrado por Lesage de una manera peculiar pero que no deja de ser otro ejemplo más de la búsqueda del choque, del impacto entre dos opuestos que jueguen a sacar al espectador del ensimismamiento para volver a introducirlo en la pantalla después. En este caso el cineasta propone, obteniendo un resultado interesante e inquietante, por supuesto, complementar la agitación tanto emocional como física que el niño sufre como consecuencia de lo que se viene diciendo con una serie de planos ya sean estáticos o sometidos a movimientos extremadamente delicados que se dilatan en el tiempo. Y es precisamente este uno de los pilares fuertes de Los demonios: la sensación de desconfianza que se desprende de esta suma de elementos que son la estabilidad de una imagen que se percibe y la turbación de unos pensamientos que se intuyen a través de lo que acontece.

Pero de esta base hecha de contradicciones que no lo son tanto termina por surgir una rama de entre otras varias que deja de ser rama para ser más bien tronco paralelo. Lesage hace hincapié en el descubrimiento de la sexualidad de Félix, una indagación que tiene que ver ya con ese mundo de lo inestable al que empieza a entrar pero al que todavía no pertenece por completo, permaneciendo aún en tierra de nadie. Es precisamente este limbo el que señala el realizador con su mano velada para mostrar los problemas que puede acarrear el corte tajante de la creencia en la experimentación sexual ilimitada con los primeros condicionamientos que la sociedad va imponiendo, ya sea a base de discursos o de acciones. Pero más allá de ello Lesage da un paso más y lleva esta problemática del sexo como motor de vida pero también de muerte a otro nivel situándonos en una historia paralela acerca de un pederasta y una serie de desapariciones que va tomando cuerpo en el desarrollo de la cinta hasta el punto de eclipsar en ocasiones la línea gruesa de la misma. Pero por mucho que esta historia gane peso el eje de Félix permanece en el centro, permitiendo a Lesage llevar con elegancia y frialdad la historia de un niño que no tiene ningún mérito más allá de desvelar la realidad que se le va abriendo en el transcurso de sus días, descubriendo tras este manto todo un abanico de posibilidades de experimentación y conocimiento necesaria para poder construir unos pilares propios (con ayuda de otros pero apiñados por ti) en base a la materia que se encuentra bajo el ocultamiento de la primera infancia. Una sensación placentera a veces y dura otras tantas esa de descubrir las primeras mentiras.

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