La promesa de Hasan (Semih Kaplanoğlu)

En La promesa de Hasan, al igual que en la célebre trilogía Huevo, Leche y Miel, el director turco ahonda en la condición humana, la mirada por lo atávico e imperecedero de la experiencia de ser. Un análisis profundo sobre la avaricia y la incomunicación de quienes, a pesar de vivir bajo el mismo techo, se desconocen. La película, galardonada en el Festival de Cannes por la sección Un certain regard, es un retrato íntimo a las máscaras que nos constituyen y, por consiguiente, a la creencia que tenemos acerca de nosotros mismos. Un viaje iniciático y, a su vez, final, hacia los ríos subterráneos de la culpa y la piedad.

Hasan junto a su mujer, propietarios de un manzanal, viven tranquilamente en su finca, dedicándose a los cuidados del campo y sus necesidades. El sosiego, sin embargo, se ve alterado por el paso de un funcionario haciendo saber que en la propiedad y por orden del estado, se levantará una torre de control eléctrico. La película, a partir de ese instante, establece el argumento principal. Sin embargo, y a pesar de la apariencia de orientarse hacia una obra de carácter reivindicatorio acerca del campo y su esencialidad, parece omitirse al superarlo con facilidad. No es más que un prólogo que nos recuerda a historias como la de Alcarràs y que desconciertan al espectador, despeñando creencias acerca del hombre de campo y su bondad e indagar hacia el ser humano en cuestión, sin concepciones premeditadas. En definitiva: el hombre y su ‹physis›, esa es la propuesta de Semih Kaplanoglu en La promesa de Hasan.

La escritura de la película es la misma que en la de sus obras anteriores, aunque con pequeñas variaciones que se alejan del naturalismo. La puesta en escena, aun así, es transparente, concisa y sin ornamentación. La suntuosidad no forma parte de la mirada que procura acercarse hacia el quiebro interior del hombre y la representación de los hechos, citando a Andrei Tarkovski «debe tender a la sencillez, que significa tender a la profundidad de la vida. Por ello, alcanzar la sencillez supone la máxima extenuación posible en el arte». En esta línea, la película es escueta e íntima. No hay largas líneas de diálogo ni tampoco música o melodía que acompañe a las secuencias, solamente un viento seco que acaricia los campos para, como dice el propio director, hacer presente el hálito divino.

Hasan, al final de la película, comprende que las acciones de uno son inamovibles, y que de ellas se ara el camino hacia nuestra propia definición. Aunque no seamos conscientes, la vida y sus surcos no se alejan de quienes somos y en algún momento deberemos hacer frente a nuestra condición. El protagonista, al descubrirse a sí mismo, busca redimirse para ir, como diría Marcel Proust, en busca del tiempo perdido. Sin embargo el tiempo, como tantas veces sucede, no es más que una enfermedad que se vuelve incurable. Quién sabe si en las cicatrices se encuentra la redención que Hasan busca consternado ante la impasible realidad.

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