La carga (Ognjen Glavonic)

Entre tinieblas

En uno de los mejores momentos de The Load, la ópera prima de Ognjen Glavonic, dos personajes, un niño y un adolescente, a los pies de un monumento por los caídos en la II Guerra Mundial, se preguntan acerca del significado de la inscripción grabada en un mechero que el más pequeño acaba de robar. La inscripción, en realidad, es un poema sobre el río Sutjeska y el monumento donde vagabundean se trata, precisamente, de un homenaje a los que combatieron en la Batalla de Sutjeska, una de las batallas más importantes de la II Guerra Mundial en territorio yugoslavo. A su vez, Vlada (fantástico Leon Lucev), el dueño del mechero sustraído, vaga por un territorio devastado transportando, clandestinamente, la vergüenza de todo un país. Estamos a principios de los 90, en plena Guerra de los Balcanes. La guerra se ha convertido en rutina y de ella, de una manera u otra, siempre se puede sacar provecho. En su caso, Vlada, decide colaborar con un estado podrido hasta los cimientos, transportando misteriosas cargas desde Kosovo hasta Belgrado en un destartalado camión. Probablemente no le quede otra porque los tentáculos de la guerra, una vez asentada, son capaces de destruir y transformar la moralidad y el alma del ser humano. Vlada nunca pregunta sobre la naturaleza de su mercancía porque, quizás como el propio espectador, ya conoce la respuesta.

La Carga, correcta traducción castellana del título del film, por consiguiente, no encierra tanto un doble significado como presenta, más bien, una transformación del mismo en tanto es primero la materia prima que sustenta el trabajo de Vlada como, posteriormente, la carga moral que, poco a poco, va adquiriendo sobre la consciencia del personaje principal una vez revelado el misterio. Porque, como ya podemos imaginar, el último trayecto de Vlada se construye, en efecto, sobre la idea de una road movie pesadillesca y apocalíptica dentro de un marco lleno de extraña cotidianidad. El viaje de Vlada por las ruinas de la antigua Yugoslavia es también un viaje de toma de conciencia pero también el punto de contacto con otras historias que dibujan un sutil y traumático mosaico sociopolítico de un país y un pueblo rotos. Glavonic separa pocas veces la cámara del rostro o la espalda de Vlada e incluso pocas veces salimos de la cabina del camión. Es la forma de introducirnos en el infierno personal de un personaje cada vez más derrumbado por el creciente peso de la culpa, inteligentemente sugerido mediante el fuera de campo y el uso del sonido. ¿Acaso un martilleo seco proveniente desde el remolque donde el personaje transporta la mercancía no es capaz de sugerirnos la más horrible de las escenas?

Pese a ello, Glavonic filma a Vlada lejos de formular ningún tipo de juicio moral. Cuando la cámara se separa del personaje para centrarse en pequeños fragmentos de historias de las que nunca conoceremos su final, Glavonic está contextualizando (y, en cierto manera, justificando) el camino tomado por el propio personaje. Y serán todos ellos los que, de un modo u otro, contribuyan en su transformación. En todos ellos la guerra es el nexo común, el macabro telón de fondo que todo lo domina y que siempre acaba por desestabilizar momentos cotidianos de difícil encaje, ya sea el de unos globos de colores que surgen con violencia de un maletero o el de una extraña boda en medio de un restaurante de carretera mientras, en el descampado trasero, un niño mira con indiferencia como se pudre un cadáver. Porque aunque convertida en rutina, aunque la guerra y los personajes parezcan fundirse en una relación normalizada, sus consecuencias, los crímenes cometidos en la trastienda de un país y los estragos a su paso recuerdan que su presencia siempre se trata de una profunda anomalía.

The Load cierra, en los créditos finales, con unas palabras de agradecimiento para Apichatpong Weerasethakul aunque, ciertamente, abra con un plano general desde el infierno que parece salido directamente de aquel con el que Nuri Bilge Ceylan abría su Érase una vez en Anatolia (Bir zamanlar Anadolu’da, 2011). Como Ceylan, y como Weerasethakul, Glavonic también parece querer utilizar el cine como poderosa herramienta de revisitación histórica, exorcizando los fantasmas de la Historia. No en vano The Load habla también de los legados generacionales. El mechero robado con el abríamos este texto no es sino el legado de un padre a un hijo en el cual permanecía encerrado una historia igual de traumática también esculpida por la guerra. Aquellos niños que intentaban descifrar las palabras grabadas en él, lo hacían dentro de un monumento construido en negro y frío mármol, cuya forma remitía a un ‹loop› infinito. Exactamente el mismo en el que toda una nueva generación permanece atrapada, condenada a repetir una y otra vez los mismos errores del pasado. La gris y triste historia de toda una generación.

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