La camarista (Lila Avilés)

Este no es un relato que se base en el morbo. Lo primero que Lila Avilés parece querer dejar claro en La camarista, su debut en el largometraje, es esta especie de afirmación de principios. Vemos a Eve, una camarera de piso de un lujoso hotel de Ciudad de México ante un desastre de desorden, basura y suciedad en una habitación en la que aparentemente no hay rastro de su huésped. Luego descubre al huésped desnudo en un lateral debajo de la cama y le ayuda pacientemente a sentarse. Todo con un plano fijo que establece la distancia, la falta de artificio, la carencia de cualquier búsqueda de efectismo en la actividad de su protagonista o el regodeo en las terribles condiciones de trabajo. Dentro de las habitaciones y en los pasillos del hotel cuando se relaciona con otras trabajadoras o personas hospedadas en la gran torre se mantiene el planteamiento formal frío en el que las estructuras arquitectónicas, los muebles y la decoración imponen la diferencia entre unos y otros, cierto protocolo y deshumanización. Mientras que en las cocinas, los espacios dedicados a la limpieza de ropa o la parte oculta del hotel dedicada al servicio la mirada de la directora se cierra sobre Eve y la sigue de cerca en su rutina y sus reacciones.

La estructura narrativa se basa en la repetición exasperante de las tareas de limpieza de las habitaciones. Tareas que facilitan la vida a otros mientras Eve soporta largas jornadas marcadas por el horario de entrada y salida de viajeros y sus vidas despreocupadas. El paso de las horas marca emergencias, el número de habitaciones define su ritmo de actividad. Las elipsis que introduce Avilés hacen que el tiempo dentro del hotel y en el film parezca perder su sentido. No sabemos cuantas jornadas pasan, el final de un día se fusiona con el principio del otro. La sensación claustrofóbica de la reiteración genera una angustia a través del simple registro como testigo de los actos de la protagonista. Algo que recuerda a lo que provoca durante su metraje Jeanne Dielman, 23 quai du Commerce, 1080 Bruxelles (Chantal Akerman, 1975) con el repetitivo montaje sobre las tareas domésticas de la mujer que centraba el interés de la película. Pero hay espacio para la esperanza, para que le sea asignada una planta más alta y mejor en la que cobrará más. Una esperanza que permite a Eve esforzarse para dar la mejor impresión posible a la responsable de la plantilla.

Esperanza también es lo que encuentra en las pequeñas cosas como la relación con alguna compañera con la que desarrolla cierto hermanamiento y ayuda mutua, las clases para sacarse el graduado o la huésped argentina que le promete llevarla con ella a su país para cuidar de su bebé al ver el mimo con el que lo cuida unos minutos al día en la habitación mientras ella se ducha. Un bebé con el que ejercer de madre mientras está lejos de su hogar, donde su hijo nunca puede contar con ella saliendo pronto. Todo esperanzas frustradas, castillos de naipes que se desmoronan constantemente, promesas incumplidas de un progreso laboral que nunca llega. En este retrato sin filtro y sin grandes aspavientos hay tiempo para mostrar diferentes dinámicas con los huéspedes entre la indiferencia y la invisibilidad, entre una especie de sentido de sometimiento debido y la condescendencia. Un vestido en objetos perdidos que parece nunca obtendrá a pesar de su insistencia simboliza todo esto: la aspiración a un lujo sobrante de los clientes de la torre. La ambición de ser explotada sirviendo a los más ricos como demostración de su realización personal queda como el cierre perfecto a una narrativa circular que se libera en muy pocas ocasiones. Como a través del abandono de la protagonista a su deseo sexual proyectado en las condiciones materiales de quienes ocupan las habitaciones —en un momento casi de fuga de la realidad que involucra a un limpiador de ventanas— o su visita a los pisos más altos, fantaseando con lo que sería ser asignada allí.

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