Dos enanos vestidos a imagen y semejanza del Rey Misterio entran de repente en una habitación. Pero, contra todo pronóstico, no acuden a robar a la pareja que yace dormida, ni siquiera tratan de violentar su calma chicha. Simple y llanamente, son sus hijos. Lo que sucede es que en la México dibujada por Arturo Ripstein en La calle de la amargura, las tornas paternofiliales han permutado. Aquí son los hijos quienes obligan a hacer cosas a los padres, quienes tienen privilegios, quienes gozan de mayor rango social en la vida. Y no sólo hablamos de aquellos que ostentan la lozanía de la juventud, sino que aquellas personas que rondan los 50 años también se dedican a masacrar moralmente a sus progenitores. Porque lo canalla, lo ruin, lo mísero moralmente, es la guía espiritual de casi todos los individuos que vemos aparecer por la pantalla a lo largo de esta película.
Una fotografía en blanco y negro sirve para dar mayor solemnidad al conjunto de La calle de la amargura. Pocos títulos sentaron mejor a una película como este, ya que el asco que los personajes parecen sentir por su vida les hace mostrar en su semblante un rictus amargo. Es el caso de las dos prostitutas que aquí protagonizan la cinta. Una está al cuidado de su viejísima e impedida madre, a la que trata de alimentar con el poco dinero que le queda después de pagar a su ‹Madame›. La otra, tiene que hacer frente a un marido con arrebatos homosexuales y a una lujuriosa hija adolescente.
Ripstein comienza a perfilar la historia de una manera bastante estimulante. Esboza una atmósfera decadente, casi vomitiva, un cuadro en el que ninguno de los ciudadanos occidentales acomodados osaría atreverse a ser retratado. En no pocos momentos recuerda (salvando las distancias argumentales y cualitativas) a aquella obra de Jodorowsky titulada Santa sangre. Diversas escenas se concatenan describiendo la rutina diaria de estos tipos. El cineasta mexicano utiliza en no pocas veces el plano secuencia, como si quisiera dar a entender lo mediocremente parecidas que son las vidas de esta gente.
Poco a poco, La calle de la amargura nos invita a entrar más en este cóctel de personajes desgraciados. Pero hay un momento en el que el ritmo in crescendo cesa, como si tanta ruina acabase empalagando más de la cuenta. Es entonces cuando Ripstein pone en liza lo que será el verdadero meollo de esta película, ese momento que algunas sinopsis se han encargado de destripar (obviamente, no recomendamos su lectura) y que da inicio a lo que debería ser el clímax de la cinta. Pero algo falla, y este supuesto trance que deben afrontar los personajes queda como algo impostado, como si ni al propio director le afectara lo que está sucediendo en la trama. Tanta amargura acaba por solapar las intenciones de la película cuando ésta verdaderamente llega a su punto álgido.
Hay quien dice que todos los excesos son malos, incluso aquellos cuyo abuso en principio podría parecer beneficioso. La calle de la amargura es un buen ejemplo, ya que la cuidada puesta en escena, la intensidad de la atmósfera y la caracterización de los personajes se llevan tanto al límite que es muy difícil no ahogarse cinematográficamente en algún momento de los 99 minutos que dura la película, algo no muy satisfactorio teniendo en cuenta la poca duración. El veterano y prolífico Arturo Ripstein no ha sabido, por tanto, dotar de la regularidad necesaria a un film que tan bien había planificado y rodado, que podría haber sido una crónica ideal de un hecho que, por más que pueda sorprender, está basado en un acontecimiento real.