La alternativa | Una extraña del cosmos (John Krish)

Viendo Una extraña del cosmos es inevitable pensar en dos clásicos cincuenteros de la ciencia-ficción americana: Invasores de Martes y La invasión de los ladrones de cuerpos, obras seminales del género y paradigmáticas de ese periodo de paranoia colectiva que fue la Guerra Fría, que alcanzó su punto más oscuro en la ejecución del matrimonio Rosernberg. De repente, peliculitas de clase B, con presupuestos y medios más que modestos, se convirtieron en vehículos perfectos para capturar el ‹zeitgeist› de una época marcada por la amenaza nuclear y el miedo al vecino, al semejante. Al otro lado del charco, varios años después pero con la tensión geopolítica todavía en su apogeo, el británico John Krish, que venía de curtirse en la mítica Los Vengadores, abordó esta misma cuestión desde una perspectiva más austera si cabe: muy pocos escenarios, muy pocos personajes, ningún efecto especial (que yo recuerde ahora mismo), pero el mismo grado de angustia y paranoia que ya mostraron las ficciones de Siegel y Cameron Menzies, ahora bajo un prisma decididamente ‹british› que le aporta cierta personalidad.

Es de recibo reconocer que esta aportación inglesa a la ciencia-ficción de invasiones alienígenas sigilosas no alcanza el nivel de las dos películas antes mencionadas. Por una parte, su premisa “científica” (el descubrimiento de una fórmula que permitiría al ser humano viajar a otros lugares del universo únicamente usando su mente, en algo que han dado en llamar proyección mental) resulta demasiado rocambolesca, si bien esquiva con gracia la necesidad de recurrir a grandes inventos de la técnica que abultarían probablemente su presupuesto. Por otra parte, la modestia argumental ya mencionada hace que su desarrollo se quede algo justo de tensión, salvo en un tercio final en donde se aviva el ingenio de sus responsables. Es ahí donde Krish, que ya había jugado en su prólogo con la creación de atmósferas expresionistas y opresivas (planos aberrantes, sombras alargadas, primeros planos para capturar el terror en la mirada), saca mayor partido a la propuesta, con algunas ocurrencias visuales llamativas (los alumnos retrocediendo de espaldas ante la presencia de la protagonista) y otros elementos que dotan de fuerza visual a las imágenes.

Las notables interpretaciones de John Neville y Philip Stone, junto a la belleza carismática de Gabriella Licudi, también contribuyen a hacer de este pequeño ejemplar de serie B una experiencia disfrutable que tampoco desentonaría en cualquiera de las temporadas de The Twilight Zone. Pero, insistimos de nuevo, lo más seductor es lo que sugiere de la realidad social de su tiempo: se menciona expresamente el temor al bloque soviético (son numerosas las escenas en las que los personajes discuten sobre si todo no será una posible estratagema de los rusos), y sobre todo se pone sobre la mesa el tema de la duda. Dudar incluso del ser más querido (en este caso, la misteriosa esposa del protagonista) como prueba de que ya nada es sólido, de que la realidad que nos acoge puede ser una mentira y que nuestra existencia solo tiene sentido bajo el signo de la sospecha, del temor a ser eliminados y/o suplantados. Más allá de sus evidentes connotaciones políticas, también hay aquí algo más profundo y filosófico, que tiene que ver con nuestra percepción del Otro y con el miedo profundo a perder lo que tenemos (algo sobre lo que sería interesante reflexionar en tiempos de xenofobia creciente como los que vivimos).

El plano que cierra la película, no precisamente sutil pero sí contundente, sugiere que el espíritu de su tiempo se erige sobre el miedo a los demás, una idea que cierra con pesimismo esta cinta no particularmente original, pero sí bien trabajada y con los suficientes elementos de interés como para satisfacer la curiosidad de los fanáticos de la ciencia-ficción retro y minimalista.

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