El estreno este fin de semana de Mansión encantada de la factoría Disney, nos invita a tirar la vista atrás, hacia la comedia inaugural en los incipientes tiempos del Cine mudo, de la mano del que fue una de las tres estrellas del género, junto a los dos gigantes Charles Chaplin y Buster Keaton. De hecho, durante los años veinte del siglo pasado, se puede considerar que el más popular en términos de taquilla fue aquel chico con gafas de carey y sombrero. El tercero en discordia Harold Lloyd se decantó por lo que se ha dado en llamar comedia de suspense, dentro del ‹slapstick› o comedia física. Aquí el protagonismo recaía en las secuencias de persecución que incluían proezas físicas, como escalar los muros de altos edificios —o quedar suspendido sobre el vacío, agazapado a las manillas de un reloj, en la célebre secuencia de la obra maestra El hombre mosca—.
Lloyd se inició en el teatro auspiciado por diversos comediantes de prestigio, hasta que Hal Roach se cruzó en su camino cuando estaba comenzando a trabajar para la Universal Pictures. Durante algún tiempo los dos amigos actuaron como extras, hasta que en 1914 Roach recibió una pequeña herencia que le permitiría asumir la producción de sus propias películas con Lloyd como protagonista. Las primeras creaciones del dúo, Willie Work y Lonesome Luke guardaban un gran parecido con el mítico Charlot. Pero Lloyd deseaba innovar con nuevos personajes, pese a la oposición de su socio que no quería abandonar la fórmula que les generaba tan buenos ingresos. Con este propósito, en el verano de 1917 creó un nuevo personaje, de apariencia común, asimilado al hombre medio norteamericano, de impronta juvenil, que llevaba gafas de carey —muy de moda en aquel tiempo— y sombrero de paja, y atesoraba la virtud de superar desde la sencillez todos los obstáculos que se iban interponiendo en su camino. “El chico” era optimista, valiente, perseverante, atlético y dinámico, y sus historias se solían desarrollar en el ritmo frenético de la urbe moderna, que se erigía como el espejo del estilo de vida opulento de los Estados Unidos de aquellos años. Frente a la marginalidad inadaptada al mundo burgués del vagabundo de Chaplin, “el chico de las gafas” vivía perfectamente encajado en el sistema capitalista, luchando por el ascenso social con todas las armas a su alcance —una vez más, ese es el leitmotiv y el clímax de El hombre mosca—. Si en las andanzas de Charlot la crítica socio-política era frontal, el personaje de Lloyd era más condescendiente, aunque su discurso tampoco estaba exento de crítica.
El chico de las gafas se dio a conocer en el corto Over the Fence de 1917, acompañado por la actriz Bebe Daniels, y hacia 1921 dio el salto al largometraje con obras como Marinero de agua dulce, Dr. Jack, la celebérrima El hombre mosca, en las que su ‹partenaire› —y futura esposa— sería Mildred Davis, y ¡Venga alegría!), que fue la última comedia de Lloyd producida por Hal Roach. A partir de entonces, creó su propia productora, la Harold Lloyd Film Corporation, que le permitirá una completa libertad creativa en títulos como El tenorio tímido, Casado y con suegra, El estudiante novato, o Relámpago, entre otras.
Y en su filmografía previa a la larga duración, nos encontramos con La mansión encantada de 1920, una primigenia versión cómica del tópico fílmico del hogar recién inaugurado y poco acogedor, que acredita como directores a Alfred J. Goulding y al propio Hal Roach. Para comenzar, en sus intertítulos de crédito, se nos presenta al “chico”, Harold Lloyd, y a la “chica”, Mildred Davis, también al tío, un cierto tipo de hombre que no se va a calificar en este momento inicial, así como determinados condicionantes de interés para situar la acción. Respecto al tiempo, es demasiado tarde para las bolas de nieve, y demasiado pronto para las rosas de junio, y el lugar está a tres millas abajo del río Mississipi a la derecha. Hechas las presentaciones, llega el núcleo de la historia: la herencia de una importante plantación en el ‹Deep South›, que depende de la capacidad para vivir en la casa de la propiedad durante un año, le ha sido concedida por el terrateniente a su nieta —que resulta ser la chica— y a su marido. Sin embargo, el otro familiar referido y su esposa que ya viven allí estarán lógicamente en desacuerdo con la decisión y deciden elaborar un plan para conseguir que la heredera y su supuesto compañero abandonen el lugar antes de haber cumplido con el plazo impuesto.
Nuestra chica se presenta inocente y cándida, y además no tiene marido, «solo un Ford —el famoso modelo T que tanto se popularizó en aquella época desde las factorías en cadena de montaje de Henry Ford— y un fonógrafo —el revolucionario artilugio inventado por Edison que permitía grabar y reproducir el sonido—». Y así se lo transmite al abogado que la contacta para comunicarle el testamento que la beneficia, mientras éste se compromete a conseguirle el elemento en falta —una temática esta, que ha sido explotada con notable éxito en determinadas comedias románticas ‹mainstream›—.
Acto seguido, Lloyd nos lleva a comprender las circunstancias concernientes al posible candidato. Así conoceremos a la que es designada como la “otra chica”, antagónica a la protagonista, rodeada de lujo y sofisticación, y en compañía de la cual Lloyd competirá con un segundo pretendiente en una secuencia de vertiginoso dinamismo marca de la casa, hasta conseguir ser el primero en pedir y obtener su mano del padre, para terminar encontrándose a su amada ya en brazos de otro hombre. En consecuencia, nuestro chico no encuentra razones para seguir viviendo, Y los consiguientes gags persiguiendo el suicidio, por medio de una pistola de juguete olvidada en la calle por unos chiquillos, en un puente sobre un río sin apenas profundidad, o por medio de un conductor diligente que evita el atropello, capturan la esencia del humor físico más “lloydiano”. Además, el salvador al volante resulta ser el abogado, que ante el terrible desánimo del enamorado, le da un nuevo objetivo a su vida: puede actuar como el marido de la joven heredera.
Con el pacto sellado, el dúo acude sin dilación al encuentro de la chica, que ya se encuentra preparada para partir con su coche atestado de enseres —aquí, junto a aquella declaración sobre sus únicas pertenencias al principio, se podría reconocer un rol femenino autosuficiente y moderno, por una cierta influencia cultural de las míticas ‹flappers›—. Ella acepta el marido, el anillo y el libro de cocina, que le oferta el avispado asesor jurídico, y emprende el camino hacia la casa que la espera junto a su nuevo acompañante. Allí, los malhechores han difundido la falsa leyenda sobre el encantamiento de la casa y sus muertos vivientes, entre los criados afroamericanos. En este tramo, los números cómicos alcanzan nuevamente una gran energía en la puesta en escena, que me voy a reservar para no interferir en el disfrutado deleite del film. En todo caso, con los estafadores desenmascarados, aun tendremos un último incidente con el chavalillo blanqueado por la harina en un pasaje previo, y atrapado en el pantalón de un adulto, que provocará la célebre estampa del cabello electrificado por el pánico de Harold que hizo tan popular. ¿Y el contrato de matrimonio ficticio?
En definitiva, esta es una estupenda alternativa para disfrutar y reír con el genuino estilo del que afirmaba que «La risa es el sonido más hermoso del mundo», y una vía de acceso a su inestimable legado cinematográfico además, para quienes tengan la obra de Harold Lloyd pendiente de transitar. No se van a arrepentir.
«El Cine es más hermoso que la vida.»
De los tres grandes que has citado, Harold Lloyd es el menos atractivo para mí. Quizás por ese tono indulgente y, a mi modo de ver, infantil con las dificultades del entorno.
Pero tu reseña invita a ver la peli.
Hola Silvia. Gracias por el comentario. Coincidimos en nuestras preferencias sobre estos tres grandes de la comedia. Es cierto que hay un tono mucho más complaciente en el discurso de LLoyd. También que su estilo se centró fundamentalmente en lo «físico». Pero sí que se puede apreciar una cierta crítica a esa obsesión y persecución sin tregua del ascenso social y económico tan idiosincrático del sueño americano.