Jean-Paul Rappeneau… a examen

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Jean-Paul Rappeneau, el hombre que afiló la ya resolutiva nariz de Gérard Dépardieu en Cyrano de Bergerac ha estrenado Grandes familias donde alguien (de la familia) viaja a París para darse cuenta del agradable olor de ese pueblo de infancia. Sin duda, el debut del director llama a nuestras puertas.

La Vie de château, sí, esa que con cierto descaro decidieron traducir como Esposa ingenua, algo que se aleja de cualquier realidad con la que pueda convivir la ya fantasiosa base de la que fue la primera película de Jean-Paul Rappeneau. Nos encontramos ante una simple comedia, no hay grandes aspiraciones pero sí muchas intenciones ocultas cuando uno se para a pensarlo. Tras verla queda una firme convicción sobre lo que cualquier director ha sentido por Catherine Deneuve, esa especie de diosa de labios finos y mirada profunda con exceso de personalidad que siempre han retratado como un ser superior. No es casualidad que sea ella la provinciana caprichosa que solo tiene un deseo en esta vida: ver París.

Tan sencillo como eso, ver París, se traduce en un objetivo que consigue dejar en segundo plano el momento y el lugar en el que se sitúa la acción. Normandía en plena guerra, un territorio tan marcado con unos acontecimientos poco objetivos y determinantes que son una pequeña sombra sobre la necesidad de conocer mundo de la indomable esposa.

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Gracias a Catherine, Rappeneau consigue desdibujar toda la masculinidad de los personajes que la rodean. Todos con ese tono de macho completo (que no complejo, los simplifica al simple defecto de orden y mando) que se diluye ante las apetencias de la protagonista: no hay guerra que ganar, solo una hembra que conquistar que es incapaz de ver más allá de sus apetencias. Aunque sencilla es la comedia, poco a poco se vislumbran los pliegues, oquedades y demás genios ocultos que llevan a la crítica la simple apariencia del reír. Pronto destaca la extrema amabilidad del alemán ocupante, las mentiras del inglés libertador y lo obstinado del francés resistente. Es en realidad la casa que cita el título la protagonista y no tanto la joven que desconoce el mundo más allá de sus muros.

Como una Emma Bovary nacida para idealizar la ciudad de las luces (no el amor, algo redundante en su persona y no tanto en sus pretendientes), la joven nos lleva a desmenuzar el icono de la guerra para soterrarlo en una balsa de inapropiadas coincidencias y poderosa vergüenza. Las armas son un mero trámite cuando las paredes de «Le Château» encierran tantos enredos. Los créditos iniciales nos remitían a la Nouvelle Vague pero la película se va convirtiendo en un pasaje liviano que gana fondo con el tiempo. Sus apropiadas referencias nos invitan a descubrir una guerra por amor y no por territorios, una pequeña confrontación que relaja la tensión general de las verdaderas posiciones de aquellos que se juegan a la rubia.

Porque algunos lo llaman amor, otros capricho y los demás, puros conflictos familiares y sus circunstancias (y su exceso de banalización), en esta ocasión con un objetivo de mofa al poder y una necesidad de respetar los cimientos de lo conocido, pero en sus inicios, Rappeneau hizo el trayecto contrario a su última película: alguien (de la familia) sigue viviendo en ese pueblo de infancia preguntándose a diario a qué olerá París. El resto dejo que lo descubra el lector.

Manzanas.

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