I, Olga Hepnarová (Petr Kazda, Tomás Weinreb)

Desde muy pequeña Olga Hepnarova descubrió que la sociedad es indiferente al sufrimiento. Olga es una chica solitaria y antisocial que incluso llega al intento de suicido con tan sólo trece años para escapar tanto de los maltratos y abusos de todos los que están a su alrededor como de la dolorosa desafección de su propia familia. Así plantea I, Olga Hepnarova (Petr Kazda y Tomás Weinreb, 2016) el desarrollo de los hechos inspirados en la historia real de la última mujer condenada a muerte en Checoslovaquia, después de que en julio de 1973 asesinara a ocho personas al atropellarlas deliberadamente con un camión.

¿Es Olga una cruel asesina, una persona violenta sin posibilidad de redención o una enferma a la que no se supo diagnosticar y tratar a tiempo? El discurso elaborado por los directores transita equilibradamente entre las distintas capas de su personalidad para tratar de sugerir simultáneamente varias interpretaciones a modo de explicación a lo sucedido, con una distancia en la narración que paradójicamente sirve para acercarse todavía más al significado de sus acciones, el sentido de sus motivaciones y la confusión inherente a la constante frustración que experimenta en la búsqueda de su identidad. Su aspecto, forma de vestir y comportamiento chocan con las expectativas de su entorno hacia una mujer, sea al relacionarse con sus semejantes o buscando trabajo en ocupaciones vistas como impropias de su género.

Olga es una víctima además de la intolerancia a lo diferente y sus posibles problemas psicológicos se configuran como las secuelas de una violencia de la que no se habla, tolerada desde los aparentemente insignificantes detalles de lo cotidiano hasta la que se ejerce por parte de las instituciones públicamente, racionalizada como un ejercicio de justicia deshumanizada. Un ciclo que no deja de repetirse y castiga sistemáticamente a los que no encajan y de cuya perdurabilidad todos somos responsables. La actriz polaca Michalina Olszanska representa con medida intensidad un personaje de gran fortaleza y fragilidad, estilo y humanidad, dando vida a un ser auténtico cuyos problemas no han dejado de ser tristemente vigentes hasta nuestros días. La delicadeza de sus gestos destaca en el camino de descubrimiento y exploración de su sexualidad, mientras su manifestación de carácter contenido y su expresiva mirada son desgarradoras herramientas en una progresiva obsesión por la venganza.

El conflicto interno y la colisión de Olga con las adversidades que encuentra externamente en su empeño de forjarse una vida parecen contagiarse a la fotografía en blanco y negro del film. Con una luminosa puesta en escena destaca todavía más la atmósfera depresiva y la oscura trayectoria que describe temática y dramáticamente. La violencia, ya sea dialéctica o física, parece también sobreexpuesta y queda disimulada estéticamente por la misma luz de unos planos estáticos rigurosamente compuestos y estilizados, que dan prioridad siempre al punto de vista y la introspección del personaje central. Todo sin banda sonora extradiegética, otorgándole así una premeditada textura de realidad documentada y claustrofóbica en la que el silencio (o la ausencia del sonido) se usa como otro recurso narrativo clave de una propuesta en la que es igual de importante lo que se dice como lo que se obvia. Las pausas en los diálogos y la represión de las emociones como expresión de la falta e imposibilidad de comunicación y el uso concreto de la elipsis en el montaje forman parte coherentemente de ese muro invisible que a la vez protege, pero también aísla y condena a Olga a un trágico desenlace.

Así es como la película arrastra al espectador a la posible comprensión de la profunda complejidad de la psicología de su protagonista. Una protagonista repleta de contradicciones y tratada con la ambigüedad moral necesaria para armonizar la imposibilidad de conocer sus verdaderas intenciones con llegar a unas conclusiones que justifican más interrogantes que respuestas.

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