En una de sus declaraciones para agradecer que Historias del buen valle tuviese una presencia reconocida y fuese galardonada en el festival de San Sebastián, José Luis Guerín criticó algunos titulares periodísticos que hicieron referencia a este hecho desde la premisa de la competición o de la lucha. El cineasta, acorde con sus valores modestos y serenos, sostuvo que su intención no es luchar contra nadie, sino entregarse humildemente a los circuitos de festivales con un trabajo cuya prioridad no es la carrera de obstáculos, sino la visibilización de un espacio periférico. Quizá ni él mismo es consciente, pero nos ha brindado una película que es del hoy, pero también del siempre.

El de Guerín, pese a no ser un cine proclive a aclamaciones dada la discreción que lo acompaña, está pletórico de deseo sano por la expresión. Hablamos de un autor marcado por un ejemplar sentido de la cinefilia, y que en más de una ocasión ha impartido lecciones a estudiantes sobre las variaciones del documental o de la ficción. Siempre defiende la grandeza de sentirse el eslabón de una trama en la historia de este medio (que, por supuesto, sigue escribiéndose gracias a voces como la suya), hasta el punto incluso de que los máximos referentes ejercen una sombra larga y los árboles pueden no dejar ver el bosque. Por ejemplo, con el retrato comunitario que baña esta película maravillosa es difícil no pensar en los Lumière, en Jean Renoir o en John Ford (incluso en Alfred Hitchcock), maestros de la transparencia, de la continuidad del plano y sobre todo de la dimensión moral que sustenta la mirada de sus relatos. La sabiduría profunda del cine se basa en la filmación justa, como sostuvo una vez Víctor Erice, y ello implica, en primer lugar, tomar un lugar de enunciación honesto. Eso es precisamente esta obra, que nació como un encargo de museo y que pudo completarse gracias al apoyo en la producción de Los Ilusos Films.
Un primer aspecto que llama la atención de Historias del buen valle es la preeminencia del relato oral como marca de un habitar y de un sentir. La película va pasando el testigo de unas voces a otras hasta consolidar una sabiduría englobante de toda una trayectoria, y podríamos decir que fortalece la categoría de “entrañable” en las marismas del cine contemporáneo. ¿Cómo se invisibiliza un creador? Es uno de los interrogantes de base que guían el discurso, como se identifica claramente en la escena del bar. En ella, una comunidad de vecinos toca diversas canciones populares con la guitarra mientras Guerín y su equipo destilan progresivamente los encuadres hasta borrar lo prescindible. La atención focalizada en el rostro y en los objetos como apoyos compositivos para el fotograma consigue un agraciado efecto de presente eternizado, como si las escenas siempre se hubiesen producido, pero al mismo tiempo, Guerín se familiariza con los instantes singulares.

Sin lugar a dudas, Guerín es un cineasta del oficio y de la artesanía. Historias del buen valle, inclinada a revelar los imaginarios y la vida cotidiana del barrio de Vallbona de Barcelona, es fiel a sí misma desde sus preámbulos. El director de Guest trabaja una concepción del cine afín al ‹work in progress›, tal y como tituló uno de sus trabajos más emblemáticos, En construcción. En sus manos, el flujo fílmico es siempre derivativo de una búsqueda, de un anhelo que rehúye los prejuicios y que no se sujeta excesivamente a los guiones. La materia prima del cine, de acuerdo con Guerin, es lo cotidiano, el rostro humano, el tacto.
Es evidente que este homenaje a Vallbona y a sus gentes, una mixtura cultural de lo más variopinta y entretejida a lo largo de las últimas décadas, entabla diálogo directo con la mayoría de trabajos del autor, quien en Tren de sombras mostró su lado más íntimo. De algún modo, reseguir la filmografía de José Luis Guerín es reseguir la historia de un cinéfilo solitario que se entregó el arte de hacer cine preguntándose, en un primer momento, sobre la vocación originaria de comunicar a través de las imágenes, y después, por los cauces por los que dichas imágenes se deslizan para tener un impacto estético entre las personas.

Historias del buen valle llega en el momento idóneo, pues ciudades como Barcelona necesitan repensar las relaciones entre los centros, cada vez más carcomidos por el consumo de las grandes marcas, y los márgenes, cada vez más desplazados por las lógicas hegemónicas del urbanismo. De hecho, hasta el propio Guerín ha tildado el término “margen” de despectivo, pues implica un rechazo injusto y cruel por parte de la mentalidad dominante del mercado global. Todo esto entre muchos otros matices que hacen de este filme un ejemplo formidable de trabajo en equipo y de suma de esfuerzos colectivos. Más allá de sus lecturas, es desde luego una bellísima película que coquetea sutilmente con la ficción y que juega con diversos códigos contraculturales. Hay silencio allí donde se incorporaría dramatismo, hay espera allí donde suele haber griterío, discusión o estruendo. Destaca especialmente el sentido de la responsabilidad del cineasta para cargar sobre sus hombros con la memoria visual del lugar, olvidado por los archivos.
Este documental es, pues, una ofrenda a la posteridad, una película del todos y del nadie, donde cada detalle se cincela con un cuidado que responde a la belleza del tiempo compartido con los demás. Historias del buen valle es tan ilustrativa como el tiempo que ha llevado realizarse, en el sentido de que, como señalaba Pere Portabella, cada imagen es un índice documental de cuando fue creada. Hay que agradecerle a Guerín y a su equipo la sensibilidad por rescatar para el cine el aliento poético y solidario de todos los días, ese cine sin grandes aspavientos que busca salvar la realidad de los vientos del olvido.







