Los caballos mueren al amanecer (Ione Atenea)

Ecos de un pasado que se diluye

Esta pieza reciente de la cineasta Ione Atenea no es encomiable únicamente por la operación de memoria personal que despliega, en forma de relato autobiográfico, sino por el diálogo que se entabla entre imagen fija e imagen en movimiento. El guión está firmado por la misma Atenea y por la cineasta Diana Toucedo, directora de películas como Trinta lumes (2017). Probablemente fue José Luis Guerin, el gran iniciador en España de lo comúnmente denominado como documental creativo, con su extraordinaria y poética Tren de Sombras, quien demostró que el cine como disciplina posee la capacidad del eterno retorno, es decir, de pisar los charcos del pasado al tiempo que éstos se secan para dar paso a otros. Y el cine es una máquina con vocación de eternidad que captura ese tránsito.

Hay, en el discurso de este film, la sana asunción de una tradición cultural pretérita, y esta se enhebra de un modo muy auténtico y fiel, como quien escucha las anécdotas de sus mayores pero acompañadas de un sustancioso soporte audiovisual. No hay ningún pasaje que banalice la palabra, todas ellas son evocadoras, gravitan alrededor de las imágenes y las complementan rellenando sus huecos. Toda la realidad de las fábricas que la narradora describe, por ejemplo, destaca por su acercamiento artesanal, análogamente al espíritu del cine clásico que se trae al presente. Huelga decir que el mecanismo discursivo es típicamente contemporáneo, y en términos de forma rescata el procedimiento de cineastas como Chris Marker a la hora de hacer interactuar las fotografías, fijadas en el tiempo y a la vez en la imagen. No es baladí que La jetée (1962) sea una de las películas capitales a la hora de encarar algunas ramificaciones del documental contemporáneo.

¿Pero de qué trata realmente Los caballos mueren al amanecer? La historia está escrita a través de la presencia fantasmagórica de tres hermanos, a los que se alude a través de viñetas, dibujos, fotografías o filmaciones. Nunca a partir de testimonios directos, decisión quizá motivada por una imposibilidad que hace al documental aún más interesante. Los objetos son recopilados por Atenea en lo que deviene una primorosa labor de montaje, que inició cuando se trasladó a vivir al barrio de Gracia de Barcelona. Teniendo como hilo conductor este material reorganizado, la realizadora rehace las crónicas de Antonio, Juanito y Rosa, quienes fueron los anteriores inquilinos de su piso. Dicha operación consta de una trama muy apegada a la propia fisicidad de los materiales, que contrasta fuertemente con las derivas actuales de las imágenes, que se multiplican anémicamente. Dice Jean Baudrillard que a día de hoy una imagen no tiene valor por sí misma, sino por lo que representa respecto al resto de imágenes, en el corte en sí. Hay algo de tesoro perdido en esta película, explicitado por la propia directora, quien es testigo indirecto de los rodajes que recreaban los tres hermanos, motivados por los géneros populares de Hollywood y con el presunto objetivo de evadirse de la dictadura franquista.

Antonio era dibujante de cómics y Rosita cantante de ópera, por lo que Atenea y Toucedo consideran oportuno responder a esta circunstancia particular a través del propio arte, que se esparce por la pantalla de forma fragmentada. El contexto social al que se alude está empapado de tristeza y decadencia, pero incluso del peor de los horrores se podría sustraer una luz difusa. En ese sentido, se puede decir que este documental irradia esperanza, en tanto que no dejamos este mundo hasta la última persona que nos recuerda.

Los caballos mueren al amanecer también es una pequeña oda al hecho de entender el cine no como una historia con principio y final, sino como una retroalimentación perpetua entre el tiempo presente y los residuos que éste deja tras de sí.

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