Hil kanpaiak – Campanadas a muerto (Imanol Rayo)

El caserío Garizmendi se sitúa en un lugar de engañosa tranquilidad, rodeado de frondosa vegetación. En su interior, sin embargo, descubrimos primero lo que queda de una familia que ha experimentado la tragedia y la muerte, descomponiéndose. Un día Fermín decide comenzar a cavar un pozo en las inmediaciones y encuentra huesos humanos enterrados, que supondrán el regreso de fantasmas del pasado y el recuerdo de un dolor y rencores nunca superados. El hijo de Karmen (Itziar Ituño) vuelve al hogar y se encuentra con una relación rota entre sus padres. Los huesos desaparecen, las campanas de una iglesia cercana suenan y se presagia un destino funesto para todos. En Hil kanpaiak (Campanadas a muerto, 2020) el director Imanol Rayo se inspira en la novela 33 ezkil de Miren Gorrotxategi y fragmenta la narrativa del relato, rompiendo la linealidad del filme para explicar a partir de ‹flashbacks› la historia encubierta de los personajes y sus actos en el presente mientras los observamos con una aproximación naturalista de la cámara. Planos fijos establecen fuertemente los espacios dentro y fuera de la casa, dejando en el fuera de campo en multitud de ocasiones la violencia invisible y sus consecuencias. Esto resulta coherente con la narración elíptica que se propone de inicio, pero también ocasiona ciertos conflictos con su propuesta visual y estética, repleta de inconsistencias.

Si en la línea temporal actual de su narrativa la fotografía apuesta por una captura directa de la realidad, las secuencias de tiempos pasados incluyen una iluminación con colores saturados en la casa de Estanis —donde el señalado villano lleva a cabo sus turbias actividades relacionadas con drogas y prostitución— que parecen apagarse para representar la ausencia de felicidad posterior de forma bastante burda. La psicología de los personajes se supone hermética y pensada para que los espectadores deduzcan cuales son las motivaciones, la naturaleza de sus relaciones y los actos siguientes de los personajes sin explicación explícita de ellos más que por sus acciones. Sin embargo, los diálogos mismos verbalizan en exceso el estado emocional de los protagonistas, rompiendo esta idea en pos de intensificar el aspecto melodramático de la cinta. Los primeros planos sostenidos de los rostros en momentos de gravedad dramática resultan asfixiantes por su exageración y el subrayado de la banda sonora con coros de evocación religiosa —pensados para potenciar la idea de tragedia clásica o de aquellas dignas de las obras de Shakespeare— suponen otra ruptura estética alienante respecto a sus imágenes, predispuestas desde una engañosa distancia emocional, pero que quieren imponer su discurso y significado a toda costa, sin un mínimo espacio a la ambigüedad de su interpretación.

Pero el concepto más confuso y problemático seguramente sea el tratamiento de la violencia en la composición de sus planos y su traslación escénica a nivel general. Hil kanpaiak define de inicio una invisibilización de violencias ocultas, de sus consecuencias y su memoria. El filme traduce esto a una perpetua falta de reconciliación de los personajes y de su vínculo con generaciones anteriores, a partir del personaje de Eneko Sagardoy y su hermano fallecido hace años. La muerte aparece de hecho a modo de espectro y como consecuencia de actos negados o que simplemente no se pueden perdonar o compensar. La justicia es una imposibilidad en el mundo creado por el cineasta navarro y la falta de colaboración con las fuerzas del orden, la ausencia de pruebas y de procesos judiciales de crímenes son testimonio de ello. La violencia a priori se excluye explícitamente hasta que se decide arbitrariamente que se quiere representar tanto a víctimas como a victimarios que hacen uso de ella, al mismo nivel, sin un criterio ético que justifique las razones de su exhibición en pantalla más allá de la obvia instrumentalización espectacularizante que supone la resolutiva decisión de Néstor de matar —o la de su madre de acabar de una vez por todas con este ciclo interminable— perpetuando la violencia en su dispositivo formal como vía de pacificación espiritual y terrenal a través del sacrificio personal y del otro.

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