Hasta el fin del mundo (Viggo Mortensen)

El otro lado del espejo

Hasta el fin del mundo, la nueva película de Viggo Mortensen, muestra de forma clarividente el núcleo alrededor del cual giran sus imágenes en una escena situada en el ecuador del metraje, que le sirve al director para, al mismo tiempo, poner de manifiesto cuál es la idea central de la propuesta y cohesionar todo lo visto hasta el momento, atar con un hilo fino y sutil todas las secuencias que se movían sin un rumbo aparentemente claro trazando diferentes vías narrativas a lo largo y ancho de la pantalla. La secuencia en cuestión muestra una estampa cotidiana en una vieja, clásica y muy peliculera taberna de oeste: la protagonista (Vicky Krieps), una mujer francesa que ha roto todos los esquemas de los habitantes del pueblo al haber decidido mantener su independencia económica trabajando como camarera pese a mantener una relación con un héroe de guerra reconvertido en habilidoso carpintero, atiende a unos clientes mientras en las mesas los hombres juegan al póker y se emborrachan. El pianista del local empieza a entonar los primeros acordes de una balada que utilizan los estados antiesclavistas como himno —la cinta transcurre en plena Guerra de Secesión—, y el hijo del banquero del pueblo —que además es el dueño en la sombra de la taberna y un detestable especulador— se levanta furioso y le da una paliza por haber tocado una de las canciones que le había prohibido. La violencia de sus golpes, en el fondo, está motivada por el profundo carácter reaccionario del sujeto que la imparte, que ha encontrado una excusa para darle una paliza al músico, no tanto por la música como porque es mexicano. La secuencia termina con el músico tocando otra canción del gusto del señorito mientras, en primer plano, se aprecia cómo la cascada de sangre que brota de su nariz mancha las teclas del instrumento.

Dicha imagen condensa a la perfección la idea que va a desarrollar Mortensen: la Historia como Historia escrita por los vencedores con un lenguaje hegemónico —con el que se construyen las obras de arte— con el que buscan silenciar e invisibilizar a las víctimas. La música que se toca en el bar como resultado de las injerencias de los de arriba, como dictado de sus voluntades. Ahí están todos los westerns que han blanqueado el genocidio de los nativos americanos y que han construido en el imaginario colectivo la idea de que los buenos eran los siempre pulcros y honrados vaqueros estadounidenses, mientras que los malos eran dichos nativos a los que despectivamente denominaron “indios”. Ahí está la tergiversación de la Historia y la implantación del lenguaje hegemónico que la hace posible.

Contra todo eso se levanta Mortensen, contra el relato que el cine de Hollywood tanto ha ayudado a consolidar —cabe recordar que en El nacimiento de una nación, Griffith ponía al Ku Klux Klan como los héroes—, contra el silencio como manto que oculta los crímenes del pasado. Hasta el fin del mundo funciona, por tanto, como un western que, conocedor del veneno que acarrea el género en el que se adscribe, se niega en todo momento a acatar sus códigos clásicos y diseña un nuevo lenguaje audiovisual dibujado con precisión por una mano movida por el compromiso con la verdad y la justicia. El relato clásico a cargo de un narrador omnisciente habitual en Hawks o Ford se ve sustituido aquí por un diálogo entre distintos puntos de vista que van cediéndose los unos a los otros su turno de palabra, siempre con la intención de que sus voces se complementen y constituyan una amplia tela de araña en la que todas las vidas de los que han quedado sepultados por el peso de la Historia (básicamente, todos los que no son hombres blancos, heterosexuales, burgueses o aristócratas) puedan contar su versión de la misma. Si el John Wayne de Centauros del desierto emprendía un viaje con el objetivo claro de rescatar a su sobrina, el personaje de Mortensen en Hasta el fin del mundo se sube al caballo con su hijo no tanto para perseguir y ajusticiar al criminal que ha asesinado a seis personas en el pueblo en el que ejercía de ‹sheriff›, como para deambular por un mundo hostil y salvaje con la esperanza de encontrarle un sentido a la existencia más allá de la acumulación criminal de capital. Lo que en el cine clásico era rigidez y economía narrativa, aquí es una fluidez de imágenes que se detienen en el día a día de la pareja protagonista, sin necesidad de introducir en la laxitud del relato una columna vertebral de acero que oprima la libertad de sus escenas. No es subversión del género, sino negación del mismo a través del rechazo de sus códigos.

Los westerns, con evidentes excepciones, han estado protagonizados en su mayoría por vaqueros rudos que se movían con soltura en el campo de la violencia mientras la cámara los filmaba como a héroes épicos que daban su vida por una causa superior. De ahí, que Mortensen decida retratar a un carpintero solitario que no desea pasar a posteridad como una leyenda, sino vivir tranquilo en su feliz austeridad sin renunciar a sus ideales progresistas, y a una mujer que rompe con todas las cadenas con las que la sociedad la ata para mantener intacta su libertad y no convertirse en una comparsa al servicio de los hombres. Todas las decisiones de guion y puesta en escena están, por tanto, al servicio de estas vidas trascendentes en su feliz normalidad que el arte, ese “instrumento de control social” (palabras de Rafael Sánchez Ferlosio) al servicio del poder, se ha esforzado por silenciar: no le interesa al capitalismo mostrar las historias de la gente cotidiana que no rige sus vidas según los principios de la avaricia y el éxito grandilocuente; y, por eso, las condena al ostracismo.

Los mecanismos de Hasta el fin del mundo buscan poner al espectador frente a la parte de atrás de un espejo cuyo lado visible está completamente quebrado, para instarle a desconfiar de esa versión oficial que reza que Estados Unidos es el país de las oportunidades y la libertad. Mortensen lleva a cabo un ejercicio de indagación que demuestra que “detrás de toda gran fortuna, hay un crimen escondido” (palabras de Balzac). Aunque, en realidad, no sea un solo crimen, sino infinidad de ellos.

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