Eva no duerme (Pablo Agüero)

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A la hora de abordar la figura de Eva Perón (o cualquier otra igualmente célebre de la Historia), puede hacerse desde la forma de un biopic más o menos convencional (la Evita de Alan Parker, si bien con ese toque de distinción que le proporciona ser una adaptación de un exitoso musical de Broadway), o bien desde una posición más arriesgada, marginal y de autor. Es lo que hace Pablo Agüero en Eva no duerme, en la que, adentrándose en uno de los sucesos más turbios que rodean al personaje (el secuestro de su cadáver por parte de un comando de la dictadura militar de Pedro Eugenio Aramburu), intenta reflexionar sobre el alcance simbólico de su figura dentro del seno de la sociedad argentina, al tiempo que, a través de la misma (o de su recuerdo), traza una sintética panorámica de la dolorosa historia del país a mediados del siglo XX, marcada por la lucha social y la represión violenta. Seducido no tanto por la vida de Evita, sino por su póstuma condición de tótem sagrado, es decir, por el legado moral que dejó tras su muerte y por el eco de su voz dentro del imaginario de un pueblo repentinamente desprovisto de su principal referente espiritual, Agüero explora sutilmente la dualidad existente entre realidad y deseo, entre el cuerpo finado de Eva Perón y lo que éste ha pasado a simbolizar; el cuerpo, ya sin vida, se convierte, así, prácticamente en talismán de la nación, y propicia una fascinada idolatría que amplifica la virtud de Eva Perón y oscurece cualquier viso de humanidad que pudiera haber tenido en vida. Para los que, como servidor, no estamos excesivamente familiarizados con el peso político, social y humano que la ínclita mujer tuvo en su país, las numerosas imágenes de archivo clarifican bastante el panorama (además de apuntalar el inquietante tono de la película) y dan fiel testimonio del tremendo impacto que generó entre los ciudadanos más humildes, entre los desposeídos, entre los ultrajados históricamente por las élites dominantes, dando pie a una serie de cambios y reformas que, como suele ocurrir, intentaron frenarse mediante el uso de la fuerza poco tiempo después.

Agüero, con su narración lúgubre y episódica, de fluir grave y espeso como la miel, sabe calibrar la trascendencia no tanto de Evita, sino de su leyenda, al tiempo que no pierde detalle del influjo que ésta ejerce entre la población que la vio alzarse, crecer y luchar a su lado. Si en su primer segmento, dedicado al embalsamador, la película parece asimilar cierto tono feérico, no debe ser casualidad: Evita flota en formol de forma mágica o yace “dormida” en su féretro de cristal cual bella durmiente, despertando la curiosidad de una niña que la cree viva (y, pese a no estarlo, lo está realmente: de eso nos hablará el filme a lo largo de su metraje). En un momento inmediatamente posterior, el director equiparará la serena belleza de la fallecida con la de una virgen. Son detalles que apuntan a la idealización de una figura que pasó de ser alguien mortal a ser todo lo contrario, una suerte de santa (pagana, como señala la voz en off en un instante de la película) a la que el pueblo venera sin condición. En este sentido, la obsesión del embalsamador (interpretado por Imanol Arias) por encontrar la perfección en el rostro de la difunta, encaja con esa idea de superar la realidad para instaurar a Evita en el terreno mismo del deseo, de la fantasía edificante a través de la cual pueda subsistir el ímpetu reformista del pueblo. Es muy significativo ese momento en el que una empleada de la limpieza, que aún no ha podido ver el cuerpo sin vida de Eva, decide finalmente no mirar y conservar la imagen que de ella conserva en su cabeza (la imagen que ella desea tener), no manchar con la realidad lo que yace poderoso en el terreno de la memoria y de la fantasía (que a veces están conectadas y se contaminan mutuamente).

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Evita es, pues, símbolo de una nación. Concretamente, símbolo y representación de los sueños de democracia, libertad y cambio de la Argentina de mediados del siglo XX. Pero, también, tormento y amenaza para sus enemigos (será el espectro que ajusticie metafóricamente al dictador Aramburu). Obviamente, si se quieren neutralizar esos sueños de democracia, hay que eliminar al símbolo que los mantiene despiertos. La insidiosa voz en off del general que interpreta Gael García Bernal (y que, siguiendo la conexión con los cuentos de hadas antes apuntada, se refiere a Evita casi con ese odio cerval que caracterizaba a la madrastra cuando hablaba de Blancanieves) lo deja bastante claro: las bestias (el pueblo llano) claman por el cuerpo de Eva Perón, necesitan su referente físico para no perder la fe o para que la dignidad de su lucha no se sienta tan ultrajada. Una y otra vez, lo que Agüero explora sistemáticamente es el poder de los fetiches (en este caso, la memoria de los logros de una muerta), hasta llegar al punto en el que la fuerza de un simple rostro logra catalizar la esperanza de toda una nación, así como el miedo al cambio de los opresores. El efecto, en manos de Agüero, llega a alcanzar la atracción irracional, mágica, en esa escena en la que la mera visión del rostro de la fallecida despierta en el joven militar un apetito necrófilo que cristaliza en un beso perturbador. ¿Está bordeando el exceso su autor? ¿No estaremos, acaso, ante un forma esquinada y muy pura de entender el género hagiográfico, mediante una fascinación por los iconos que roza la locura pero también el despropósito? En cualquier caso, el discurso sobre el impacto simbólico de Evita y sobre la tensión entre su figura real y su percepción popular (escenificada en un plano invertido bellísimo que la muestra, junto al hombre que porta su cadáver, reflejada en las tranquilas aguas de un lago: el reflejo ocupando casi todo el espacio del plano, de igual modo que la leyenda se impone cristalinamente a la imagen verdadera de la fallecida), resulta jugoso y muy interesante de seguir, pese al ritmo en ocasiones algo plomizo que Agüero imprime al relato.

Ayudado por un reparto notable (Daniel Fanego, Nicolás Goldschmidt y un Denis Lavant en su salsa destacan particularmente), Agüero articula su narración mediante una puesta en escena de gran precisión, sombría y elegante, generosa en tomas largas meticulosamente diseñadas, logrando exprimir las posibilidades del plano fijo gracias al buen hacer de los actores y a la seguridad que demuestra en todo momento su director (la escena de la charla en la camioneta que culmina en una pelea es un buen ejemplo). No obstante, hay algo en la solemnidad de la forma que sabotea en cierto modo los logros de la película; una autonciencia que, en ocasiones, lastra la narración, cuando no intenta enmascarar ciertas reiteraciones o excesos mediante un tono pastoso y metafórico que, en su empeño por resultar agobiante y pesadillesco, puede saturar y sacarte de la función. Por otra parte, a veces el filme se empantana en la reverencia al recuerdo de Evita, abusa de su clima mortecino dominado por la muerte y sus fantasmas o se pierde en un discurrir a veces algo incierto (el hecho de construir su ficción en torno a cuatro momentos puntuales favorece en cierto modo el estatismo desconcertante de la película, si bien también aporta esa pausa reflexiva en la que cimienta en gran medida su singularidad). No hay duda, sea como fuere, de que Agüero ha tomado uno de los caminos más difíciles para hablarnos de este curioso episodio histórico, nadando a contracorriente del cine más convencional, y, aun con los pequeños fallos ya mencionados, su película resulta inquietante y valiosa, y su planteamiento formal, tan osado como estimulante.

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Más allá de ilustrar la necesidad política de la pervivencia de ciertos mitos, también nos habla de cómo dichos mitos pueden instrumentalizarse con fines perversos (de cómo las pasiones de la gente pueden manipularse para saciar oscuros y ocultos propósitos). En este sentido, la conclusión del filme resulta a un mismo tiempo cruel y esperanzadora: cruel porque el cadáver de Evita (repatriado finalmente por los mismos que lo profanaron) favoreció un simulacro de reconciliación que permitió limar la rabia de un pueblo herido en su orgullo; esperanzador porque, como dice uno de los personajes, «no es un cadáver: es Ella». Efectivamente, en la película, Evita siempre es más que un cadáver. No importa, pues, que su cuerpo se entierre bajo seis metros de cemento, porque la dimensión simbólica del mismo no se puede neutralizar. Lo sabe hasta el narrador, encargado de ocultar finalmente de la vista a la muerta, en un vano intento por hacer desaparecer lo que ya está destinado a perdurar, la memoria («¿quién manda aquí?», pregunta el superior militar a su subordinado en un momento dado; «la memoria», contesta éste) de un rostro que trascendió la muerte y que ahora es icono de todo un país, imagen que alienta el afán de justicia de todos los que aprendieron a reclamar lo que era suyo al amparo de la proclamada Jefa Espiritual de Argentina.

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