El vendedor de tabaco (Nikolaus Leytner)

En el verano de 1937 el joven Franz se traslada a Viena desde su casa en las proximidades del lago Atter para trabajar en el estanco de un antiguo amante de su madre. Ella no puede mantenerlo y enviarlo lejos parece la única posibilidad de supervivencia para ambos. Son tiempos complicados para el país social y económicamente. La Alemania nazi se configura como un poder que amenaza Europa y los partidarios de su anexión al Reich crecen cada día entre los austríacos. La historia de Der Trafikant (2018) adapta una novela homónima del escritor Robert Seethaler y relata tanto el desarrollo de la amistad del protagonista —interpretado por Simon Morzé— con el estanquero Otto como su relación con uno de sus ilustres clientes Sigmund Freud (Bruno Ganz) y su interés romántico por la joven Anezka. Todo ello ambientado en el contexto político de la época y las repercusiones de los cambios históricos que transcurren antes, durante y después de la anexión de Austria por parte de Alemania en marzo de 1938 (el denominado Anschluss en alemán).

La película de Nikolaus Leytner se apoya en el punto de vista de su personaje principal para construir un relato manifiestamente típico de paso a la adultez por un lado y de descubrimiento del amor por otro. Las fantasías conscientes de Franz expresan sin ningún tipo de ambigüedad sus deseos de ejercer un tipo de masculinidad para la que no está preparado en principio. Las frustraciones por su imposibilidad de actuar ante las injusticias que se le presentan de manera contundente —o los impulsos sexuales hacia las mujeres que le atraen— se complementan con sueños tremendamente obvios en sus intenciones, que expresan sus miedos y deseos reprimidos ante la situación política y sus conflictos personales. La relación simbólica tan directa de sus imágenes con la narración es tan clara que se percibe superflua la necesidad de las escenas en las que conversa con el precursor del psicoanálisis o su misma presencia y justificación temática, que no se aborda nunca en la cinta. Freud aparece como una mera figura paterna que da consejos amorosos, como otra pieza más de la construcción discursiva del film respecto a la posición y responsabilidad individual de sus personajes frente a la barbarie nazi que se cierne sobre todos ellos y con mayor intensidad según avanza el metraje.

Huir para evitar ser víctima de la persecución de la que son víctimas judíos, comunistas y cualquiera que esté en contra de la ideología y objetivos del nacionalsocialismo, quedarse y adaptarse al nuevo orden aunque sea traicionando sus propios principios o permanecer pero desafiando y luchando contra ese monstruo que devora sus vidas. Esta son las opciones que, de manera bastante burda, encarnan los personajes siempre desde una perspectiva individual. Y esa es probablemente la mayor trampa integrada en su narrativa: la nula capacidad del director por trasladar con la cámara esa confrontación de estructuras de poder e individuos y sus cambios desde una dimensión social. Pasa sin embargo a centrarse casi exclusivamente en el aspecto emocional y de manera condescendiente a través de los recursos del melodrama más superficial —basándose en las relaciones entre personajes como ejes dramáticos que no consiguen trascender lo anecdótico de sus diálogos—. Tan superficial como su tratamiento formal y estético, que apenas explota durante sus secuencias oníricas apagando colores y resaltando el mismo rojo de elementos concretos de la composición en sus planos. La aparición progresiva del nazismo a través de personajes, actitudes o símbolos corresponde a una mirada reduccionista y simplista, más pendiente del embellecimiento y la homogeneización de la textura de sus imágenes y epatar al espectador que de añadir capas de significado y subtexto a una historia que se ahoga en su propia frivolidad disimulada como ligereza.

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