El último deber (Hal Ashby)

Un canto sincero a la bandera norteamericana. Alguien lo hace con devoción entre las filas de la Marina estadounidense. Es un hecho posible, aunque los tres protagonistas de esta historia no lo hagan en la entonación adecuada. Demasiado cabreados. Demasiado borrachos. Demasiado conscientes de las carencias que les han llevado a esa situación en la que se convierten en «el extraño trío». Son los setenta y con eso se justifica todo. El canallismo con el que se trataba cualquier tema se ha difuminado con el tiempo, demasiada corrección como para jugársela con las verdades subjetivas, con improperios a golpe de metralleta dialéctica… con mala leche, en definitiva, que nos invita a sacar una media sonrisa.

Este es El último deber. El que obliga a Jack Nicholson —con bigote— y Otis Young —más comedido y hambriento— a encauzar un «encargo» laboral, ese que nadie quiere asumir —a base de insultos intentan rechazar la invitación— que denosta a la propia Marina por lo insignificante del hecho y lo severo de la consecuencia. Un joven enorme condenado a lo grande por un nimio robo en la caja equivocada. Todos sabemos que no hay que meter la mano en el monedero de la abuela, está feo.

Todo el mundo conoce a Hal Ashby por la ya convertida en película de culto Harold y Maude, pero un par de años más tarde adaptó la novela de Darryl Ponicsan, The Last Detail, donde con humor y conciencia trata un tema interno desde el exterior. Es algo sencillo, coge tres aliados navales y los saca de ese cubículo donde habitan como militares, para que poco a poco les conozcamos, separando su imagen del uniforme, y su mente del bien establecido por el estatus de su empleo.

Los setenta eran una buena época para cuestionar cualquier tema que, en realidad, todavía sigue sin bases firmes. Con el peso de Vietman sobre los hombros de la sociedad, este viaje a tres bandas no dejaba de lado sus secuelas ya más que visibles junto a temas como el racismo, la familia o la soledad, dejando trazas del fatalismo en una historia de situaciones y trenes y debilidades que se convierte en indispensable.

Porque el poso está ahí, pero lo que más luce en El último deber es el humor más oscuro. Una semana les separa de una justicia extraña, y el joven que deben escoltar al otro lado del país de las oportunidades les ha caído en gracia. En un jovencísimo Randy Quaid recae la responsabilidad de crecer durante estos días descritos como «los mejores de mi vida», sabiendo todos que no ha tenido oportunidad de disfrutar de otros. La cara de la «vida» que le ofrecen sus superiores es sencilla pero tremendamente expresiva. El primer alcohol, el primer cuerpo desnudo, el primer hare krishna, el manual perfecto para convertir a alguien en hombre con la parcial y única visión de la testosterona; cualquier error cometido con respaldo es una de esas pequeñas cosas que se realizan por derecho y que transforman el camino desde A hasta B en una batalla divertidísima. Por supuesto Jack Nicholson le saca un partido único a su Badass, dejando claro que no hay que aprender de los mejores, solo hacer que todo suceda para aprender algo.

Las micro-aventuras que dan forma a la película vienen orquestadas por convenientes marchas militares que siempre desentonan con la situación, siendo siempre El último deber un arma de doble filo, donde la camaradería es imprescindible para comprender individualmente a cada personaje y generalizando la humanidad de sus actos. La imperfección de estos tres hombres nos lleva a una deriva que rompe siempre la barrera de lo normativo, acumulando kilómetros de humo —guardemos respetuoso silencio por aquellos tiempos en que fumar era placer fílmico y no una borrosa arma del mal— e incongruencias burocráticas que no hacen más que afinar la disputa contra lo establecido de tres perdedores vestidos de azul.

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