El ruido solar (Pablo Hernando)

Quizá estemos sumidos todos en un sentimiento colectivo indescriptible, como una tristeza inevitable que toma la forma de Elijah Wood. Ingrid García-Jonsson reflexiona como otros de los personajes que aparecen en El ruido solar (Pablo Hernando, 2020) con su voz en off. Mientras tanto, la cámara observa impasible, sin rastro alguno de compadecerse del puñado de personas que hablan del futuro. Un futuro fragmentado por la perspectiva individual del punto de vista que registra la película. Un extraño fenómeno inexplicable que provoca un destello de luz procedente del Sol ha hecho que toda la población mundial tenga una visión autocontenida de un instante del porvenir, más o menos banal, ya sea cercana o distante en el tiempo. Una experiencia que cambia para siempre de una manera u otra las vidas de quienes lo experimentan. Los detalles de estas miradas furtivas en el destino son las que relatan distintos personajes a los que dan vida, entre otros, algunos colaboradores ya habituales del director como Lorena Iglesias o Julián Génisson. Una nefasta combinación la de vislumbrar fragmentos del futuro con la perpetua obsesión del ser humano por encontrarle sentido a la realidad más allá de lo obvio, escudriñando un mundo que colapsará quizá en una guerra contra las máquinas y que evoca en cierto momento el terrorífico paisaje de una isla cuyo ambiente es invadido por el soniquete del himno de España versión Casiotone.

A través de estos retazos de la realidad que viene —con las imágenes compuestas por mera cotidianidad y tránsito repletos de ambigüedad en un montaje que deconstruye su narrativa— se filtran los miedos, ya sean ridículos o justificados, lo absurdo y cierta noción de racionalidad engañosa con una ironía palpitante y un humor que emerge de las contradicciones y lo inesperado. Pablo Hernando, sin embargo, introduce un elemento liberador en este apocalipsis existencial que nos asola tanto a nosotros como a los protagonistas del cortometraje: la ficción, el cine. Los actores proyectados en las pantallas de las salas solían considerarse dioses, pero los de ahora que vemos en las de los móviles ni siquiera son capaces de generarnos una opinión, señala García-Johnson. En el futuro se logrará crear una tecnología que permite transmitir películas directamente al cerebro mediante ondas, grabando los rostros de los intérpretes en nuestra mente de forma indeleble, integrándolos en nuestros recuerdos y emociones, además de servirnos como expresión sinestésica de los estímulos externos que recibimos a diario. Un paralelismo directo con el absolutismo audiovisual vigente, que parece ya se configura en la actualidad como único instrumento y modelo de referencia de autenticidad para intentar explicar el mundo que nos rodea y a nosotros mismos.

La tragedia, cuando no el vacío, se anticipa como ineludible —el cineasta busca en ellos su propia razón de ser, sin más explicaciones ni motivos ulteriores—. Con todas las condiciones predispuestas para el desastre, la mejor respuesta que parece desprenderse es dejarse llevar por la apatía. Este es el método de supervivencia más adecuado ante la única realidad que tenemos. Si no sirve de nada prepararse para el futuro ni preocuparse por ello, será mejor abandonarse al presente por descorazonador que sea. El ruido solar anuncia el futuro como una profecía autocumplida —a modo de ‹performance› de naturaleza más bien estética— y mira al pasado como una construcción que permite su recreación y transformación a través de la memoria vinculada a nuestra experiencia cultural compartida. El pasado en este relato futurista, nuestro presente y por extensión el transcurso del tiempo en sí, está así sujeto al perpetuo cambio mediante su reinterpretación, introduciendo detalles arbitrarios que nos salvan de esta alienación sin salida aparente que emerge de su metraje.

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