El placer de la tortura (Teruo Ishii)

Teruo Ishii es sin duda uno de los cineastas de cine de género japonés más interesantes y dignos de estudio. Poseedor de un pincel sumamente singular y estrafalario, suyas son algunas de las obras más enfermizas, rompedoras y enigmáticas surgidas en el país del Sol Naciente a lo largo de la década de los sesenta, si bien ello aún no ha servido para situar su nombre entre lo más granado y reivindicado en lo que respecta al cine clásico asiático. La modernidad contemporánea que desprenden las imágenes insertas en la mejores obras del autor de Horror of a Deformed Man mantienen en perfecto estado de vigencia la garra y bestialidad animal de un cineasta inconformista, radical, ajeno a todo símbolo de convencionalismo y por este motivo sin duda un artista visionario que escondía debajo del disfraz de una osada provocación obscena un poeta tenedor de una inspirada formación literaria de referencias tanto orientales como occidentales preocupado por los problemas de su tiempo y de sus consiguientes soluciones.

El placer de la tortura

Aprovecho pues la carencia de documentos y textos vertidos hacia la figura de este talento descomunal para reseñar la que es sin duda su obra más grotesca, valiente, impactante y polémica: la extravagante El placer de la tortura. Resulta difícil trasladar en unas pocas líneas de texto cada una de las contrarias sensaciones que el visionado de una película como la que protagoniza la presente reseña puede provocar en el espectador. Seguro que habrá un porcentaje importante de aficionados al cine a los que la película les causará una enorme y misteriosa fascinación ajena a prejuicios y estereotipos versados hacia el cine de género más bruto. Sin embargo no sería justo dejar de indicar que igualmente El placer de la tortura es una película que puede espantar e incitar odios también en un número importante de espectadores que podrían acusar a la cinta de formar un «collage» pretencioso que aprovecha la lírica del melodrama feudal clásico japonés para derramar tintas de provocación —erosionadas por el paso del tiempo en sus primerizos y llamativos efectos— con el único objeto de estimular los instintos primarios más obscenos colmados de sadismo e influencia erótica, sin prestar apenas atención pues a la construcción clásica de una obra cinematográfica. Es decir, aquellos que considerarán a El placer de la tortura como una película pasada de moda debido a su heterodoxia narrativa así como a la ausencia de desgarro que habita las escenas más desgarradoras que exhibe el film si comparamos las mismas con las presentes en cualquier película contemporánea.

El placer de la tortura

Pero ajeno a estos debates cinéfilos, de lo que no tengo duda es que El placer de la tortura es una cinta única, renovadora dentro del género que etiqueta su pertenencia y a su vez creadora de una atmósfera divergente a partir de los dogmas más clásicos. Y es que la cinta adopta el esquema de las películas de episodios —tan de moda este dogma en infinidad de obras producidas durante las décadas de los cincuenta y sesenta— centrados en el período feudal en Edo, rompiendo la ortodoxia presente en este tipo de proyectos para desembocar en tres capítulos conectados entre sí no solo por el juez que sentenció a las víctimas con su sádica querencia a la depravación y a la tortura, sino en su intención de mostrar los nocivos efectos que la doctrina del ojo por ojo y diente por diente amparada en los dictados de la ley acarreó en el Japón feudal, incitando por medio de la misma a la generación de toda una fábrica de crueles asesinos gubernamentales que bajo el amparo de la vigilancia de la decencia y la moral actuaban como fríos liquidadores de almas y libertades.

Así, la cinta arrancará mostrando a toda una serie de mujeres y confiados campesinos siendo decapitados, ahorcados, crucificados, lanceados, vilipendiados y quemados vivos por parte de unos siniestros ejecutores vestidos con nobles y amenazadores ropajes de tortura, mientras una voz en off nos informará de la crueldad existente en los métodos de castigo empleados en el medievo japonés en detrimento de los actuales protocolos dirigidos a la re-educación del acusado. Esta carta de presentación dará paso a la narración de la primera historia que compone el todo de la cinta, protagonizada por una pareja de campesinos integrada por la bella Mitsu y su hermano Shinza. La tranquilidad existencial de la fraternal pareja estallará a causa de un accidente que postrará a Shinza a permanecer inválido en la cama de la residencia familiar, hecho que obligará a Mitsu a prestar los cuidados asistenciales y económicos necesarios para sobrevivir. Ante la carencia de recursos para poder sufragar los servicios de un médico, Mitsu venderá su cuerpo a un rico terrateniente a cambio de las monedas necesarias para pagar el auxilio sanitario que precisa su hermano. Sin embargo lo que descubriremos es que el inválido Shinza se encuentra de forma enfermiza atraído sexualmente por su hermana, chispa que estallará en el momento en que el viejo señor feudal viole a Mitsu ante los ojos de Shinza. Esta aberración desatará los instintos más primarios del desgraciado campesino, que en un acto de violencia asesinará al ultrajador de su hermana, iniciando así una relación prohibida fraternal. La depravación que supone este amor incestuoso para la moralista sociedad nipona castigará con la pena de muerte a la pareja de hermanos.

El placer de la tortura

En este punto, la aparición de un joven juez de rostro misteriosamente similar a Shinza que tratará de salvar de un martirio seguro a la bella Mitsu conectará a continuación este seminal episodio con las otras dos historias que arman la cinta. Así, este joven magistrado, muy crítico con el sistema punitivo imperante en la ley nipona, recordará dos casos de los que fue testigo al ejercer de aprendiz de la mano de su sádico maestro de judicatura. El primero de los sumarios recordará los eventos acontecidos en una abadía budista. Dentro de las paredes del templo, la recién nombrada abadesa Reiho mantiene una relación lésbica con una compañera más joven. Los celos y odios de la abadesa despertarán una mañana mientras contempla como en la orilla de un río su amante yace haciendo el amor con un monje perteneciente a un monasterio masculino sito en las cercanías de la abadía regentada por Reiho. Las coacciones de Reiho serán calmadas por el monje, ya que éste engañará a la abadesa al hacerla creer que se haya enamorado de ella, consumando la farsa haciendo el amor con su rival. Sin embargo este acto sexual solo obedecía a una treta del monje para evitar que Reiho denunciara a su enamorada. Esta artimaña provocará la ira de la abadesa, que castigará a la bella monja protagonista de sus deseos más primitivos a sufrir toda una serie de torturas y vejaciones con la intención de que ésta confiese su pecado original. Pero el suplicio ideado por Reiho se volverá en su contra incitando toda una serie de aberraciones e inmoralidades estimuladas por el fantasma de los celos.

El placer de la tortura

Finalmente, la cinta concluirá con el caso de un tatuador llamado Horicho obsesionado por representar la agonía y el miedo en sus trabajos. Después de presentar ante una jocosa audiencia el que considera su mejor trabajo, las burlas del sádico juez protagonista del film bromeando ante la ausencia de tensión del tatuaje esbozado por Horicho, estimulará que el dibujante se obsesione con la consecución de una auténtica obra maestra incontestable. Así, raptará a una joven virgen de piel pálida para pintar sobre su espalda ese dibujo definitivo que exhale el pavor y terror inherente a la tortura. Para poder esbozar su idea, Horicho solicitará la ayuda del juez que lo ridiculizó en público, pidiendo así participar en una de las sádicas sesiones de tortura regidas por el magistrado. El maestro del tatuaje contemplará de este modo el rostro de la depravación, el sadismo y el placer inmoral experimentado por el juez mientras ejecuta a unas monjas españolas acusadas de tratar de difundir el cristianismo en una pequeña población de Japón. Las religiosas hispanas sufrirán en sus carnes desnudas el fuego del látigo, la parrilla y los potros y ruedas de tortura empleados por los inquisidores dictadores de tormento oriental. Sin embargo, la visión del horror en primera persona tendrá letales consecuencias para los que alimentan su existencia mediante el pavor y la intimidación.

A pesar de su engranaje cruel, repleto de secuencias de talante gore, un sugerente erotismo que no hace ascos a mostrar los senos desnudos de los amantes mientras ejecutan la cópula, al igual que una perfecta ejecución de unos coitos animales y obscenos protagonizados por parejas heterodoxas ajenas a lo moralmente establecido, la cinta encierra en su engranaje una singular poesía que denuncia la inutilidad del empleo de la crueldad y el salvajismo como método corrector de conducta, sino que al contrario, la cinta lanza un afilado mensaje que identificará a los dueños de los potros de tortura como una especie de evangelizadores de la moral de cara a la galería que esconde realmente la inmoralidad más indecente en lo que respecta a su integridad individual. Ishii exhibe en toda su magnitud su talento visual, vistiendo pues a su película con un envoltorio corrupto, lisérgico, vomitivo, convirtiendo así los bellos parajes naturales del Japón más agreste en una especie de purgatorio infernal que mortifica a sus inocentes moradores por el simple hecho de haberse dejado llevar por sus instintos más primarios. De esta forma el autor de Prisión Abashisi apuesta por componer una fotografía coloreada en tonalidades rojas y oscuras, dejando así pocos huecos para la presencia de la luminosidad celestial. El diseño dantesco orquestado por Ishii será acompañado por una banda sonora austera y tenebrosa que ahonda en la esquizofrenia presente en el film gracias a su perfecta combinación con una fotografía en la que abundan los zoom pesadillescos junto con esos movimientos de cámara nerviosos y quebradizos tan del gusto del cineasta oriental.

El placer de la tortura

Todo este compendio convierte a El placer de la tortura en una pieza de inolvidables efectos así como en una de las mejores muestras de las obsesiones, filias y afecciones del arte emanado por el Marqués de Sade, puesto que obras tan fundamentales como Justine o Las ciento veinte jornadas de Sodoma fueron deformadas por Ishii para moldear la que es por méritos propios la gran obra maestra de la perversión del cine japonés de todos los tiempos, pese a que a los más puristas fanáticos de la depravación puedan acusar a este clásico su revestimiento arcaico y por tanto angelical.

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