El mal no existe (Ryūsuke Hamaguchi)

Un viaje indescriptible

Ryūsuke Hamaguchi se ha convertido en uno de los grandes cineastas del momento a fuerza de, primero, haber ido perfeccionando en cada nueva cinta tanto los elementos narrativos y de puesta en escena con los que construía unas imágenes de ritmo lento, composición milimétrica y silencios cosidos sobre la emoción de la piel; y, segundo, haber encontrado diferentes puntos de vista desde los que adentrarse a bucear en esos lagos de niebla densa, personajes herméticos y soledades clavadas en mitad del tumulto metropolitano. Sólo con sus dos últimas películas, La ruleta de la fortuna y la fantasía y Drive My Car, presentadas en 2021, se alzó con el Oso de Plata en Berlín, el Premio de la Crítica y de Mejor Guion en Cannes y el Oscar a Mejor película internacional. Lo lógico, por tanto, sería pensar que en su siguiente obra fuese a pulir aún más su ya de por sí depurado estilo con la idea de colocar un ladrillo homogéneo más en el apabullante mosaico humanístico que es su filmografía; pero nada más lejos de la realidad, El mal no existe no es sino un ejercicio de deconstrucción brutal que, una vez finalizado, deja la mirada del espectador hipnotizada observando una pantalla arrasada de nieve y desgarro.

La cinta cuenta la historia de Takumi (Hitoshi Omika), un manitas que vive con su hija Hana (Ryō Nishikawa) en un pueblo de montaña cercano a Tokio. Ambos llevan una existencia tranquila; se mueven dentro de los límites apacibles de una rutina cerrada que les permite vivir de forma ecológica teniendo pleno contacto con la naturaleza, detenerse a contemplar con calma los parajes que habitan y, sobre todo, evitar hacer las cosas con prisas y estrés. Así, el día que una empresa llegué a la zona con la intención de construir un ‹glamping› (camping de lujo) que contamine y desestabilice por completo tanto el ecosistema como el pueblo que en él se encuentra, Takumi y el resto de habitantes se opondrán tajantemente a su construcción.

Hamaguchi diseña El mal no existe con la intención de que funcione como un mecanismo deconstructor que desmonte todo lo que se le ponga por delante: desde su propio estilo como cineasta, pasando por los engranajes de la narrativa clásica, hasta llegar al mismo capitalismo, cuyos abusos constituyen el núcleo duro de una obra en constante cambio. La cinta muta innumerables veces desde su primer fotograma hasta el último; y lo hace de una forma orgánica y limpia, limando los escalones bruscos, los contrastes evidentes, para convertir la totalidad de las imágenes en un largo teleférico dentro del cual el espectador va descendiendo lentamente sin saber realmente hacia dónde se dirige y sin ser apenas consciente de los cambios de paisaje que se van produciendo a su alrededor. Es por eso que cuando una de las múltiples transformaciones de la cinta se consuma en una secuencia determinada, el impacto en la mirada es brutal.

Así, la película se abre con un largo plano secuencia que, desde una angulación nadir, va cruzando el bosque nevado que albergará gran parte de la acción mientras filma los retazos de cielo que se esconden detrás la maraña de ramas que pueblan el encuadre. El director sienta la única base que permanecerá inmutable durante la totalidad del metraje: el carácter contemplativo del que hará gala a fuerza de convertir la cámara en un observador lejano de los hechos. A partir de ahí, todo será subjetivo a cambiar radicalmente de forma y, precisamente por eso, Hamaguchi romperá con los largos pasajes de silencio y soledad alrededor de los que ha articulado su filmografía con una extensa escena dialogada en la que descuartiza el cuerpo envenenado del capitalismo y deja al descubierto sus órganos de avaricia, sus tendones de egoísmo, sus huesos destructores y sus músculos insolidarios y violentos. Su cine, que no se caracterizaba por la denuncia social, quiebra la burbuja que le mantenía aislado de los incendios del exterior para adentrarse a pecho descubierto en el fuego durante unos minutos clarividentes y tensos. El ritmo rompe con la cadencia pausada que había mantenido durante los primeros minutos para avanzar con un poco más de velocidad hacia un final tan desconcertante como sugerente; y el punto de vista desde el cual se narra todo cambia en bastantes ocasiones: desde el protagonista, pasando por personajes recién aparecidos, hasta llegar a plantas o cadáveres de animales. Así, el espectador, sin darse cuenta, se va adentrando en un viaje sugestivo e intrigante que se expande por la pantalla hasta romper sus propios límites. Si el mal no existe, las palabras para definir esta película, tampoco.

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