Hay una clara contradicción en las dinámicas narrativas y visuales que sostienen, o al menos lo intentan, a una rara avis como El Jockey. Pero antes de entrar en materia quizás habría que poner en solfa la pregunta más obvia que nos genera el film de Luis Ortega. ¿Cuál es su pretensión? Y es que ya partimos de una indefinición genérica que, más allá de epatar por su extrañeza, ya la hace difícilmente asimilable debido a sus altibajos tonales. ¿Comedia negra? ¿Cine social? ¿Psycho thriller mafioso? Pues podríamos decir que todo ello está presente en modos casi alucinógenos. Una mezcla que, por momentos, puede despertar un cierto interés, pero que acaba por fatigar porque justamente no da respuesta a la pregunta original.
No acabamos de entender a dónde va El Jockey, qué mensaje nos pretende dar. Quizás la respuesta es que no hay ninguna y que se nos invita a disfrutar sencillamente del viaje. Sin embargo la sensación es que a pesar de la libertad creativa todo está demasiado estudiado, demasiado planificado como para hallarnos ante un mero ejercicio estético, demasiado solemne para ser un divertimento a través del absurdo. La sensación es que hay una condensación de temas e intenciones que la hacen seca en el peor sentido del término. Es decir, su ascetismo existencial dificulta terriblemente sentirla como algo orgánico, lastrando la narrativa hasta convertirla en un juego de impactos que a ratos funciona y demasiadas veces no.
No obstante, no todo es negativo. Hay que valorar su voluntad juguetona y su deseo de tomar ciertos riesgos (aunque no tantos como se nos quiere hacer creer) formales que consiguen en primera instancia sorprender y, porque no decirlo, divertir ante las extravagancias a las que asistimos. Cómo no, también hay que destacar, y en esto Ortega sí consigue sus objetivos, el duelo interpretativo entre Biscayart y Corberó. Un duelo tan enigmático como intenso en el que hay que admirar la capacidad de los intérpretes de tomarse en serio algo tan absolutamente críptico por no decir esperpéntico.
Pero más allá de eso seguimos con las dudas al respecto del film. Por momentos uno atisba ciertas chispas de existencialismo, no solo en lo que significa el redescubrimiento de la propia identidad sino de como ésta redefine la visión del mundo alrededor. En este sentido es interesante cómo el entorno del protagonista parece inmóvil a pesar de no parar de hacer cosas mientras que el propio Jockey es el que en su atoramiento parece evolucionar y tomar una suerte de consciencia metafísica que le lleva a una especie de arco de redención un tanto sui generis.
Todo esto nos lleva a preguntarnos no solo si El Jockey consigue llegar a la meta, sino más bien si vale la pena acompañarlo en el viaje. Y como casi todo en el film la respuesta se queda en un limbo de ambigüedad. No se puede decir que no valga la pena sumergirse en la propuesta y resaltar sus valores pero al final es inevitable quedarse con cierto regusto a tomadura de pelo. Divertida, sí, pero tomadura de pelo al fin y al cabo.
