El escorpión negro (Edward Ludwig)

Si hay algún fenómeno atmosférico que fascina al hombre allá dónde esté, son las erupciones volcánicas. Desde la famosa muerte de Plinio el Viejo por contemplar la erupción del Vesubio, los hombres se sienten conmocionados ante esa fuerza de la naturaleza que pasa de ser una fértil montaña alrededor de la que hacen su vida a una auténtica fuerza de la naturaleza que arrasa con todo.

El descubrimiento del volcán más joven del mundo, el Paricutín, fue descubierto en Méjico en 1943. No es que antes no se conociese la montaña, pero hasta que entró en erupción en 1943 nadie sospechaba que fuese un volcán. Su acontecimiento, en una época en la que parecía que todo estaba ya inventado, supuso una auténtica fuente de inspiración para pioneros, artistas y creativos de todo tipo.

Uno de ellos fue Edward Ludwig, un director especializado en películas de bajo presupuesto que tenía una curiosa relación personal con el país azteca. El descubrimiento del volcán sacó a Méjico del letargo económico en el que estaba sumido. Las investigaciones que surgieron por el Paricutín descubrieron lo singular de la configuración topográfica de la nación mejicana, especialmente las inmensas cavernas subterráneas que, en un principio, se pensaba que estaban conectadas.

Con toda esta información, Ludwig imaginó un ejército de enormes escorpión prehistóricos (junto a otra clase de insectos gigantes) que se han desarrollado desde la prehistoria en estas cavernas y luchan entre ellos. Unos geólogos exploradores, intepretados por Carlos Rivas y Richard Denning respectivamente, descubren toda esta guerra por la dominación entre artrópodos monstruosos. Darán parte a la ciudad, dónde los académicos tienen que tratar de poner fin a la amenaza que suponen unos monstruos semejantes tan cerca del mundo civilizado.

Por desgracia, y como esta montaña resulta no ser montaña, sino volcán, una explosión volcánica libera a los escorpiones, reyes de aquellas cavernas, y los lanza contra la ciudad despiadadamente. A partir de aquí comenzará un ejercicio visual en el que los escorpiones siembran el pánico en la ciudad, rechazados por el ejército y por las ideas de los doctores, que ingenian mil maneras para combatirlas.

Hay escenas fantásticas del ataque de estos escorpiones, unas escenas que se basan puramente en lo visual, como el coordinado ataque a los trenes (Símbolo del progreso) por parte de los monumentales insectos. Desde luego, como este tipo de películas al estilo de Godzilla o King Kong, por citar las más conocidas, se guían puramente por el espectáculo visual. Es un monstruo destruyendo ciudades, el ataque de una criatura asesina, el reino animal desatado contra el dominio de los pequeños humanos.

El climax llega cuando, cómo no, hay uno de ellos que es prácticamente el rey de los escorpiones, el más grande y más temible de todos ellos. Y este escorpión parece resistir todas las ingeniosas tácticas que emplean contra él. Destruye vehículos y helicópteros  y campa por la ciudad a sus anchas, sin respetar los emblemáticos complejos de la misma. Por tanto, hay que idear un plan especial para acabar con este líder escorpión, con la colaboración de los autóctonos y los gringos.

En cualquier caso, también resulta interesante que una cinta como esta se aproveche como excusa para vender Méjico. Con las discusiones de las diferentes instituciones nos enteramos de cómo funciona todo el entramado político del país, se vende el progreso alcanzado en el territorio después de muchos años. Un grado de profundidad político que resulta sorprendente encontrar en un largometraje semejante.

Ya sea para pasar un buen rato o por mera curiosidad, es una película que nunca  hizo demasiado ruido en una época en la que el cine era luces y espectáculo. Pero es capaz de defenderse por sí mismo y de hacernos pasar un rato entretenido. Un gran mérito. Y muchos escorpiones gigantes. ¿Qué más quieren?

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