Drive My Car (Ryûsuke Hamaguchi)

Hay muchas formas de belleza. La exuberante, aquella que deslumbra cual fogonazo pero que, en muchas ocasiones no supone más que un destello, grande, pero destello, al fin y al cabo, tan intenso como breve. Pero también existen las pequeñas bellezas. Momentos que se suceden, casi imperceptibles en su mundanidad pero que, de alguna manera, van calando, suspendidos en el tiempo y que acaban por conformar un todo de lento procesamiento, pero de sublime perdurabilidad.

Ryûsuke Hamaguchi opta por esta segunda vía en Drive My Car. Un drama extensísimo pero que de alguna manera no apela al ensanchamiento hiperbólico de sus temas centrales, sino que los aborda aproximándose con delicadeza a ellos a través del detalle, de las conversaciones laterales, de las vinculaciones culturales. Al fin y al cabo, todo drama vital, cada angustia, cada deseo tiene su referente, su vinculación con nuestra educación, con nuestra personalidad y con cada producto cultural que hemos consumido.

La representación del dolor de la pérdida, del amor perdido (incluso en vida), de los engaños, las mentiras y su proceso de retroalimentación a través de la psicosexualidad no dejan de ser representaciones teatrales, máscaras hieráticas en exterior y fuego ardiente interior. Pugnas entre el deseo de decir la verdad, la conveniencia de la pose teatral y en su intermedio los largos paseos, digresiones y rutinas que conforman aquello que llamamos vida.

Drive My Car se centra precisamente en estas divagaciones, en las múltiples explicaciones que se dan y nos damos, y también todos lo silencios que se producen. Con este proceso Hamaguchi teje algo que por momentos podría parecer incluso un thriller de baja intensidad, en otros simple disertación filosófica, y que al final acaba siendo un monumental ejemplo de retrato de lo que es la vida.

Es a través de la representación teatral y su injerencia en la trama principal donde se crean las intersecciones, los disparadores poéticos para que los personajes se descubran finalmente ante sí mismos. No se trata de que el espectador tenga ninguna revelación, sino que se convierta en testigo de excepción de dichos eventos. En este sentido, aunque podríamos hablar de cierto ensimismamiento autoral, no deja de ser precisamente lo contrario: una invitación en toda regla a observar en todo su esplendor vidas ajenas para que podamos, si es necesario, no tanto vernos reflejados en ellas como poder aprender de cómo se sufre, se ama, se revelan verdades dolorosas.

Y todo ello a través de una narrativa milimétrica en su pausa, específica en el valor de sus elipsis y que precisa estirar momentos hasta que parezcan eternos en su necesidad de ser paladeados, comprendidos. Una obra que se construye desde una racionalidad, un desempeño cerebral que parece contravenir la idea de la emoción como vehículo de expresividad pero que, a través de sus recursos escénicos, nos habla desde el alma, desde un corazón que a veces resulta críptico en sus deseos, pero directo en cuanto a verdad revelada. Drive My Car es por eso algo más que una gran película, es (casi) una lección, un caso de escuela de vida que no quiere ser ejemplo moralizante, pero sí ofrecer otras vías de descubrimiento a los grandes misterios cotidianos.

Un comentario en «Drive My Car (Ryûsuke Hamaguchi)»

  1. Este elegiaco, sombrío y magnético drama de largo recorrido es, de manera sorprendente, tan creativo como hierático, tan doloroso como lacónico. Un film que se adentra en la delgada línea que conecta los sentimientos más profundos de sus personajes con los pliegues y muecas de su exterioridad. Pistas inservibles, carreteras obstruidas, autovías rotas en dos. Hasta que alguien llega para reparar aquellos caminos por los que un día vuelven a circular. Libres, ya, del dolor que les hizo estacionar su vehículo en el arcén de la vida o en el proscenio de las tablas de un teatro. Tan difícil de separar lo uno de lo otro.

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